Athenea Digital. número 9- primavera 2006

Fernández Ruiz, Beatriz (2004)
De Rabelais a Dalí. La imagen grotesca del cuerpo. Valencia: Universitat de Valencia, 2004.

ISBN: 84-370-6020-6



Serena Vera Barrón
Universitat Autònoma de Barcelona
serenavera@yahoo.com

 

Lo que más gratamente nos sorprende y lo que sin lugar a dudas nos engancha y nos lleva al regocijo propio de las páginas que conforman este libro, es el maravilloso viaje que recrea su autora a través de la terminología, las imágenes, la literatura, la cultura popular, y la historiografía del arte en torno a “los orígenes de la formación de un lenguaje grotesco”.

Desde sus primeras páginas, con la introducción que nos traslada al hallazgo en 1480 de la Domus Aurea de Nerón en Roma, hasta la representación propia del cuerpo grotesco en el siglo XX y la “inversión carnavalesca en Dalí”, Beatriz Fernández Ruiz despliega una elocuente, prolífica y admirable historia del grotesco.

Se observa pues el paso del “grutesco”, término con el que se da nombre a las pinturas de seres híbridos salientes de los follajes ornamentales que decoraban las salas subterráneas del recientemente descubierto palacio romano, al uso de estas representaciones como motivo ornamental propiamente renacentista, producto de la admiración expresa de los pintores del siglo XV y XVI quienes reprodujeron en sus cuadernos de estudio y en sus propias obras (como en la decoración de Las Logias de Rafael, realizada por Giovanni da Udine), lo que en estas “grutas” observaron y lo que “grabaron profundamente en el corazón y en la mente”.

Encontramos también aquí una revisión de la tradición ornamental proveniente de la iluminación medieval de los libros y las riquísimas posibilidades ornamentales y decorativas que en ellos se recrean: seres fantásticos que se entrelazan con una fecunda vegetación en donde aparecen asimismo extraños símbolos y extraños objetos productos sólo de la imaginación en donde la necesidad de ajustarse al dibujo de la letra que inicia cada párrafo o en las exigencias que dejaban los márgenes a ser decorados en estas páginas se producen las más extrañas posturas y deformidades, representaciones muy cercanas al lenguaje propio del grutesco. Y dentro de la misma tradición medieval, el paso que significa el cambio de formato de la gigantesca Biblia románica a las Biblia en miniatura -tal como lo explica O. Päch y que la autora nos reseña aquí-, que provoca la nueva decoración: la “drôlerie gótica”, decoración marginal en donde se “satirizan los tipos humanos o sus ocupaciones”, suerte de representaciones bufonescas, “almacén sin limites de humor (...) vitalidad descontrolada”, posibles armas liberadoras de las largas e interminable jornadas de trabajo a las que eran sometidos los monjes miniaturistas.

La profusa bibliografía manejada en el estudio que realiza la autora, nos presenta a la par de las expresiones ligadas al arte propiamente, la exploración etimológica de la palabra, desde su origen como sustantivo, asociado a la “gruta” -Domus Aurea-, hasta su peyorativa adjetivación en el siglo XVII en Francia y ya como término “grotesco” cargado del “sentido moderno” de la época, que expresa la calificación de “pintura grosera y descuidada”, a la cual se le suman nuevas asociaciones: “dibujos caprichosos”, “de figura ridícula”, “pintura licenciosa”, “... bizarra, extravagante, fantástica y caprichosa”, “que produce risa”, pero que con el pasar del tiempo y ya una vez superado incluso la burda asociación que en el siglo XVIII lo liga a la caricatura, adquiere, y gracias a las bondades del espíritu romántico y a la filosofía, un carácter más profundo que está íntimamente ligado con la miseria humana, que más allá de la risa que supone su persistencia en la deformación, produce el horror, y con este sentimiento se acerca a la propia tragedia griega y con ella a la aparición, finalmente, de lo grotesco como categoría estética, que se sostiene en la aceptación de lo feo y lo repugnante como “posibilidad del arte”, y que es lo que la autora señala del estudio que realiza Lessing en el Laocoonte, donde se evidencia que estas manifestaciones están presentes sólo y para “intensificar lo cómico y lo terrible” y con ello y a través del arte ser “capaz de abarcar la complejidad de lo real”, la “fuerza explosiva de lo paradójico”.

A partir de entonces la autora inicia un recorrido por lo grotesco visto como desequilibrio del orden de las cosas, del orden mismo del mundo, que engendra el espanto y el caos.

La persistencia de lo irreal, muy lejana ya de aquella fuente primaria que gesta la fantasía como “creación libre de combinaciones imposibles”, también lejos ya de aquel espíritu “ágil, caprichoso y fragmentario" que en este estudio se compara al “essai” de Montaigne.

De aquí en adelante lo irreal existente en el germen de la propia cultura popular, en el carnaval, donde la risa y lo terrible sugieren la evasión de los principios, el divertimento, la aceptación de la imperfección y lo monstruoso, la “loca hilaridad” desenfadada e indecente, la miseria infinita, y la superioridad que le es dada al “hombre que ríe” de todo cuanto espanta.

Este libro encarna pues un viaje que nos lleva de la ingenuidad y el deleite del “grutesco” propio de la cultura palaciega romana, que casi denuncia el libertinaje de las formas sin cargas más significativas que las formas mismas, propias de la decoración ornamental, hasta la “sorpresa y amenaza que subraya la fugacidad imparable de la vida”; el grotesco serio, severo, que desenmascara “los espantos de la naturaleza”.

Obligatorio entonces y muy acertado supone el hecho de que la autora dedique un capítulo entero a Batjin, cuya fuente es la trasposición del lenguaje literario del carnaval como real expresión de vida, en donde lo grotesco emerge como una necesidad obligatoria, indispensable, hasta el punto de convertirse en el verdadero festejo institucionalizado que se fundamenta en la trasgresión, en la degradación que presume la estrecha relación con lo corporal, con lo que de monstruoso tiene el cuerpo, aquello que el “decoro” silencia y que el carnaval medieval permite descubrir: las protuberancias y deformidades, “la boca, el falo, la nariz”, todos aquellos orificios del cuerpo por donde asoman las excrecencias, es esta trasgresión y en esta festividad y no en otra en la que surge la obra de Rabelais que relata que: “mientras su padre bebía y se divertía con los demás, oyó el horrible grito que su hijo había dado al venir a la luz de este mundo, cuado bramaba pidiendo -¡A beber!, ¡A beber!, ¡A beber!, ¡A beber!”... había nacido pues Gragantúa.

Las imágenes, los textos, las citas y en general, las voces que nos trae Beatriz Fernández Ruiz en este libro, nos llevan a la reflexión de la otra existencia, subyacente, miserable, recóndita y vergonzosa pero indisoluble de la vida misma, en donde la obra de Dalí viene a ser el lugar donde convergen todos los sustantivos, adjetivos, posturas, objetos, animales y sensaciones como una “mezcla centrífuga de lo heterogéneo”, amasijo de libertad creadora, locura y profanación.

En este punto nos encontramos finalmente con la expresión daliniana del cuerpo que significa todas las posibilidades de lo grotesco y que supera la marginalidad para colocar el grotesco en el centro mismo, abarcando la totalidad de la obra: el cuerpo mutilado, la degradación, la putrefacción, la risa, el atrevimiento, la burla caricaturesca, manifiestas en el brutal y desenfrenado vómito daliniano, tan estrechamente relacionado con la literatura pantagruelica de Rabelais que en su introducción invita a los lectores a despojarse de “toda afección”, porque lo que en adelante manifestará será la trasgresión que finalmente promueve la comunión con la vida.

Este libro es una excelente reconciliación con la historiografía del arte y su relación activa con el mundo real, existente y crítico, de encuentros con otras realidades paralelas que el “decoro” no permite sacar a la luz, pero que seguramente conforman parte de las fantasías y los submundos que conviven en nuestras alteridades.