EL SITIO DEL ARTE

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA DOCUMENTA 12


Jèssica Jaques & Gerard Vilar



Kassel ha dejado de ser un lugar para ser un sitio. Ciertamente, en la Documenta 12, hay piezas que tienen lo que se les debiera requerir a todas en un evento como éste, esto es: la capacidad de sintetizar al menos uno de los presentes artísticos y de abrir al menos uno de los futuros posibles del devenir del arte.
Sin embargo, 1o que constatamos es que las obras de arte están sitiadas por la banalidad, la repetición de lo conocido hasta el hastío y un irritante aire museístico. La proporción entre una cosa y otra es de 1 a 10 a favor de lo último.
    Cualquiera que se interese un poco por el arte contemporáneo sabe que éste genera tantas preguntas apasionantes como pocas respuestas claras y distintas. Ello no exime, sin embargo, del esfuerzo de generar itinerarios de comprensión plausibles ni de proponer argumentarios inteligentes. Tal vez haya habido esfuerzo en Kassel este año, pero las pistas de unos y otros no se encuentran por ninguna parte ni en clave de insinuación. Las expectativas que pudiera generar la disposición de tres preguntas como tres ejes de interpretación temporal de lo expuesto (la primera vinculada al pasado, la segunda al presente y la tercera al futuro) se ven
pronto pisoteadas por algo parecido a un cansancio prematuro por parte del director artístico, Roger M. Buergel, y de su esposa, la comisaria Ruth Noack, que abandonaron las preguntas en el dintel de las cuatro sedes como quien cancela un contrato acabado de firmar y echa a correr. 

La más inteligente de las tres preguntas: “¿Es la modernidad nuestra antigüedad?” (Ist die Moderne unsere Antike?), es una inquisición urgente, ineludible y profundamente comprometedora para la teoría del arte contemporáneo. Sin embargo, lo único que genera es el tufillo museístico, dispendiando obras de los sesenta y los setenta por aquí y por allá que más parecen flores secas en jarrones de porcelana barata que las raíces robustas que pudieran o no pudieran ser. Hay un pobre Oteiza perdido en los calores del Aue-Pavillon, una fotografía del maravilloso y benjaminiano Angelus Novus de Klee en la escalera central del Fridericianum a modo de Pantocrátor rescatado de un templo arruinado, un Richter poderoso en plan de  a ver quien encuentra el tesoro y un Manet dispuesto con tanta discreción que juega a ¿dónde está Wally?.

    
La segunda pregunta, “¿Qué es la mera vida?” Was ist das bloße Leben? no es nada banal y, de hecho, se remonta al origen de nuestra especie. Desde que el ser humano es ser humano, generación tras generación, ha intentado comprender en qué consiste la silenciosa y a la vez apabullante fuerza que nos hace estar vivos, aquella que corre por nuestras venas y también por las del resto de los animales, por el interior de las plantas, los microbios y tal vez por los macroorganismos públicos o cósmicos. La mirada estética ha aportado a veces más lucidez a este interrogante que la mirada científica, la mítica o la religiosa, básicamente por su capaciad de simbolización. La Documenta 12 lo arraiga en el presente tratando de ubicarlo en la construcción artística de la esfera pública y en el campo de fuerzas de la globalización, algo que, para respetar el espíritu esencialmente turbador de Kassel, debiera haber sido mucho más audaz en sus planteamientos y arriesgado en sus selecciones, puesto que lo del artista como etnógrafo comienza a ser cansino y a arrastrarse con pereza en interminables documentales de una ya no tan nueva y mal velada neocolonización cultural políticamente correcta.

La tercera pregunta, de ecos leninianos: “¿Qué hay que hacer?” (Was tun?), apuntando al futuro, resulta casi entrañable, puesto que uno se imagina a un mal imitador del gigante de Königsberg dando saltitos con un aro y un palo en la mano en el camino que lleva del Fridericianum a la Neue Galerie, con su levita, su coletilla al aire, unos zapatos que le aprietan demasiado los pies y gritando “¿Qué debo hacer?, ¿Qué debo hacer?”. Pero resulta que en la Neue Galerie, al igual que en las otras sedes, hay más piezas vociferantes que apabullan con qué es lo que no se debe hacer artísticamente hablando que piezas discretas que ofrezcan nuevas rutas experimentales con atisbos de solvencia artística.

Por otra parte, hay graves distorsiones en la selección de los artistas de la Documenta 12. Haber considerado a Juan Dávila uno de ellos, al parecer el Gran Artista de la documenta es un delito,
como lo es concederle el peso de la representación de Latinoamérica en el evento. Los óleos presentes en las sedes, de los años ’70, ’80, ’90 y ´2000, son de una estética caduca y fallera. Alguien debiera haber recordado al director y a la comisaria que no hay nada más patético en este mundo que pretenderse escandaloso y no escandalizar a nadie. Al contrario, ante los enormes lienzos de Dávila expuestos uno tiene ganas de tirar unas monedillas por compasión ante una obra tan mala, pésima mezcla de un pop tardío, de una estética grafitera muy mal leída, de una pringosa interpretación que no llega ni a kitsch de la iconografía religiosa y de una tediosísima pseudoinspiración en lo peor del cómic y en los más fastidiosos tópicos del psicoanálisis.
Sí hubiera podido ser un acierto la exhibición de las piezas de John McCracken, sugerentes pero completamente desatendidas. El retorno contemporáneo de la pintura hubiera podido encontrar un buen intelocutor en la obra de este artista estadounidense. En ocasiones, como en Tantric (1971),
la pieza es el resultado de la tensión entre el diseño comercial y lo místico a partir de una disposición simétrica muy eficaz de las formas; otras veces, como en su escultura Minnesota (1989), es una inquietante reinterpretación de la estética minimalista. Sin embargo, las piezas
están simplemente allí, sin diálogo ni disputa con ningún trabajo de los últimos diez años, que es lo que el espectador generoso espera de la inclusión de piezas de más de treinta y cinco años de antigüedad. Lo mismo acontece con las fotografías de principios de los ochenta de David Golblatt, que hubieran podido sin duda dar lucidez a la etnografía artística de la actualidad.
Hay, sin embargo, opciones óptimas. Kerry James Marshall, otro artista de la Documenta, tiene en sus lienzos de collages y acrílicos la fuerza de la negritud, como la tuvo Basquiat. Esta fuerza se dispendia ahora en una reinterpretación traviesa de finales del siglo XX del encanto cotidiano de las escenas de interior decimonónicas, en el enigma de retratos contemporáneos con maneras renacentistas o en escenas de exteriores urbanos con aires de còmic.
Una curiosa tensión povocada por un naif que va de lo irónico a lo perturbador en sus momentos más reivindicativos, una pintura estrictamente narrativa no sólo sin tapujos sino con autoafirmación en grandes formatos, todo ello bañado por un delicioso guiño gauguiniano y por una estética que juguetea con los iconos de la cultura de masas y con la transmutación de los figurantes tradicionales en los figurantes negros; estos factores dan a los lienzos de collages y de acrílicos una intensidad y una simpatía estéticas no exentas de una densidad significante completamente insólita en el panorama de esta Documenta.

El arte tiene dotes prestidigitadoras cuando trabaja desde la transfiguración y, especialmente y según la expresión de Arthur Danto, desde la transfiguración de lo banal. Es así que en Dogone (1996), Agassa (1997), Citoyenne (1997) y Moon (2003), cuatro esculturas de Romual Hazoumé dispuestas con suma gracia en una de las paredes del Aue–Pavillon,  convierten con ingenio un bidón en una araña o en una máscara africana, efecto visual conseguido igualmente con un cántaro de cobre y una regadera de plástico. La broma es divertida, y la propuesta relacional que ofrece caracteriza al arte que ha conseguido a transfigurar lo común y corriente desde Duchamp: la atribución de artisticidad a un objeto cualquiera comporta, por una parte, su transforamción ontológica y, por otra, la reflexión sobre los límites de nuestra percepción y las posibilidades efectivas de su transgresión.

La efectividad discreta e irónica de estas transfigu-raciones de lo banal de las cuatro esculturas anteriores se convierte en una efectividad sobrecogedora por el equilibrio entre la enorme magnitud y, a la vez, la exquisita sobriedad de la pieza Dream, una instalación compuesta por una barca de 13,7 m de eslora construida con bidones de plástico y botellas de vídrio en la que se alojan desordenadamente cartas y fotografías. El fondo es una gran fotografía (2,5 m x 12,5 m ) de un lugar con aires africanos que se revela como de final de partida, puesto que los bidones con los que está compuesta la barca están serrados por la mitad y por lo tanto son absurdos y fallidos, como a menudo son absurdos y fallidos los viajes de los migrantes en los cayucos. La obviedad de la pieza no le resta solemnidad, gracias a una muy lograda consecución de lo siniestro a base de un contraste lumínico entre la claridad paradisíaca de la fotografía y la oscuridad queda de la barca que nos recuerda la tragedia de la esclavitud y los dramas de la emigración. La transfiguración de lo banal de los bidones convertidos en máscaras, de carácter perceptivo, llega a ser aquí algo mucho más denso semánticamente, puesto que la instalación es apabullantemente simbólica desde su primer momento: el bidón partido.

La solemnidad de la pieza anterior contrasta con el mal gusto explosivo y estupendo de la instalación Siegesgärten (Aue–Pavillon) y de los ventiún collages fotográficos del mismo nombre (Neue Galerie) de Ines Doujak. Como en el caso del cayuco de bidones partidos, su objetivo es también el de la denuncia de los abusos de las nuevas formas de colonización, en este caso de la biopiratería. La efectividad de la instalación es rotunda, gracias a la perturbadora tensión que se genera entre los dieciséis  apacibles metros de jardincillo dispuesto en una plataforma metálica y las provocativas cartelas de estética postkitsch y de temática mayoritariamente de fetichismo sexual que sustituyen a las que habitualmente indican los cuidados requeridos por las plantas.

Los dibujos danzantes de la bailarina, coreógrafa y artista visual Trisha Brown pertenecientes a la serie Geneva, de 1999, saben concentrar la sutileza que hallamos en su magnífica Floor on the Forest, de 1970,una instalación performativa de varias barras  que sostienen una malla formada por ropa (jeans, jeseys de colores) entrelazada que sirve de soporte a unas bailarinas que jamás tocan el suelo, aunque estén siempre a punto de hacerlo con gestos lentísimos y precisos. Probablemente ésta sea la pieza más bella de toda la documenta, y por ello concentra más
que cualquier otra la atención de los visitantes del Fridericianum. A diferencia de las artes visuales y sus sarampiones programáticos contra las emociones derivadas estrictamente de la presencia de la pieza, la danza no se ha autocomprendido jamás sin que el cuidado de este factor sea aquello que la caracterice esencialmente. Y Floor on the Forest consigue una presencia a la vez sofisticada y minimalista, no narrativa pero profundamente elocuente, que la hace mantenerse de rabiosa actualidad; es por ello que convence rápidamente de que, en la época del arte relacional, la danza contemporánea tiene en su poder algunas de las claves más lúcidas para el desarrollo del paradigma performativo que rige también a las artes visuales. Probablemente las otras las tengan el teatro, el cine y el vídeo artístico, como muestra la película de James Coleman Retake with Evidence, que comparte con la pieza de Brown la fuerza estética impositiva del less is more, concentrada aquí en cada uno de los poros del rostro del actor Harvey Keitel. 
La presencia sofisticada y minimalista de la pieza anterior contrasta con la presencia igualmente sofisticada pero tremendamente barroca de la instalación de Iole de Freitas (2007, Museum Friedericianum); 11, 5 x 33 x 14 m de acero y policarbonato transparente a veces, translúcido otras, sin título pero con un aquí estoy yo conmigo rotundo, de esos que hacen llegar a pensar por unos instantes que tal vez haya piezas autorreferenciales que puedan pensarse desde criterios estrictamente formalistas, aunque rápidamente uno se ve transportado a la transcendenciasimbólica de los materiales industriales y a las nuevas posibilidades perceptivas de unas formas aparentemente caprichosas pero fruto de la más precisa ingeniería, que incluso consigue transcender las rígidas paredes del Friedericianum para inundar parte de su fachada. La pieza más extensa y pesada de la Documenta habla,
así, de la transgresión liviana de los límites espaciales, de la revolución de espacio y tiempo que acostumbran a  comportar las buenas obras de arte, de despeinar la percepción cotidiana, de sacarle la lengua a lo ordinario, de cómo se mueve lo inmóvil y de los nuevos mundos que abre el arte.
    Las dos video–instalaciones de Dias & Riedweg: Voracidad máxima (vídeo-instalación, 2003, Aue–Pavillon) y Funk Staden (2007, Schloss Wilhemshöhe) son excelentes modelos de lo que puede dar de sí la artisiticidad fílmica contemporánea en la aplicación de ingenio lúdico y a la vez perturbador para el análisis y la reflexión de las diferentes formas de violencia constitutivas de la esfera pública actual y de qué puede llegar a significar el acierto en la actualización de estéticas latinoamericanas en la época de la globalización.  
   
La vídeo–instalación Who’s Listening, de Tseng Yu-Chin (2003–4, Museum Fridericianum), se inscribe en términos fílmicos en la más pura tradición del confessional art de algunos de los que fueron los Young British Artists, suscitando  un retorno a la infancia que pudiera resultar algo ñoño si no fuera por su pulcrísima puesta en escena y por la inquietud de la verdad que revela: la presencia de una cámara –que, en la época del you-tube es una constante en nuestras vidas– altera considerablemente la naturalidad de nuestro comportamiento, aún en nuestra más tierna infancia. Por si esto fuera poco, en estsa distorsión la cámara actúa como un espejo de feria, señalando cruelmente las debilidades y los defectos de nuestras actitudes, y pronosticando que éstos acabaran teniendo el peso de la configuración de nuestra identidad.
   
En la misma tradición de confessional art se sitúa la instalación The Times de Hu Xiaoyuan (2006), una muy logradareflexión sobre la memoria que liga a tres generaciones de mujeres a través de objetos cotidianos impregnados de su presencia y expuestos en tres paneles de seda que tienen el mérito de transmitir a simple vista una exquisita presencia oriental en una perfecta combinación entre el detalle y el conjunto.
Andrea Geyer presenta Spiral Lands una muy interesante serie de paisajes fotografiados junto a una historiografía textual que investiga
la larga lucha por la justicia en  Norteamérica: la desposesión de los indios americanos de sus tierras por la colonización, el gobierno, el desarrollo capitalista con la fuerza bruta y la violencia. La instalación de Olga Neuwith  ...miramondo multiplo... combina el sonido polifónico con textos de Walter Benjamin y Hannah Arendt para crear lugares utópicos del recuerdo y de la geografía de espacios deseados e indeseados. Sanja Ivekovic ha convertido un parterre en la Friedrichsplatz en una “plaza roja”,
un mar de amapolas rojas y adormideras lilas que a medida que avance el verano desaparecerá. Este “cuadrado rojo” crece en el lugar que paseaba la burguesía ilustrada de la capital principesca de Hessen durante la época del Káiser y de los Nazis, el lugar donde éstos quemaron los libros degenerados en 1933, el lugar, en fin, donde Beuys plantó su primer roble y Walter de Maria hizo su kilométrico agujero. La conocida obra de Mary Kelly, los dibujos de Florian Pumhösl, así como los objetos de Nedko Solakov cierran el grupo de nombres y obras más destacables.
En el orden de las cosas secundarias pero destacables mencionaremos la tipografía empleada en toda la rotulación y el grafismo de esta Documenta 12, un estupendo ejemplo del mejor diseño gráfico del presente. Que la editorial Taschen haya puesto el catálogo y los cuadernos al abasto de todo el mundo es también un signo de los tiempos. El artista chino Ai Weiwei ha dispuesto a lo largo de todos los espacios cerrados de la exposición un total de mil sillas chinas de su colección particular de antigüedades.
muy prácticas para formar grupos además de para sentarse a descansar. Además dan una curiosa continuidad a los diferentes espacios expositivos. Es un acierto indudable el haber repartido las obras de algunos artistas en las diversas sedes en lugar de juntarlas todas en uno solo. Ello da continuidad a las exposiciones y permite ver el conjunto de la obra en dosis razonables. Todo ello, sin duda, ayuda a corregir el efecto de desbordamiento que se experimentaba en las últimas ediciones, en las que resultaba casi imposible ver tal cantidad de obras. Y, por fin, también es remarcable la disposición de piezas contemporáneas entre las de la colección permanente del Schloss Wilhelmshöhe, donde encontramos un verdadero “diálogo” entre obras de distintas épocas y estilos, a diferencia de los pretendidos diálogos que suelen presentarnos.


    Al final de todo, para decir la verdad, echamos muy en falta una invitación para comer o cenar en El Bullí para reponer las fuerzas estéticas invertidas en tantos días invertidos en recorrer todas las exposiciones. Pero ahí parece que los buenos propósitos democráticos de esta Documenta han acabado derrotados por los negocios serios y los privilegios de los elegidos.




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