EL SENTIDO ESTÉTICO
      Jèssica Jaques Pi


            



 


El Pedraforca, en la comarca catalana de El Berguedà

	
Un paisaje se distingue de un trozo de naturaleza sólo por una mirada peculiar. Un rostro se diferencia de una cara sólo por la mirada de la que es objeto y una obra de arte es distinta a una mera cosa fundamentalmente porque es mirada de un modo diferente. La mirada estética es un modo de dirigirse al mundo que no coincide con el científico, ni con el mítico, religioso, erótico, tecnológico, moral o histórico, ni con otros que hubiere. Pero es afín a ellos en tanto que, dirigiéndose al mundo, en realidad es una manera de construirlo; una manera que es esencialmente promiscua, puesto que a veces puede tener, pongamos por caso, algo de erótica, mucho de memoria y una clara dimensión moral. Es, de cualquier modo, una manera peculiar de orientarse en el mundo, que ha merecido una atención especial de la filosofía desde el empirismo británico ilustrado y que dio origen, a partir de 1750 , a la estética como disciplina y a un nuevo ideal de humanidad: el ser humano de sabiduría discreta, reconocida vulnerabilidad, audacia compulsiva y elevada sensibilidad.


1. El sentido estético

		El término sentido ha adolecido históricamente y adolece en la actualidad de una tan profunda como insalvable ambigüedad, probablemente derivada de su etimología, que proviene de la palabra  latina medieval sensus. Este vocablo, a pesar de que recogía la herencia de la aísthesis griega (referida a todo aquel tipo de conocimiento que no es únicamente intelectual), practicó una alta contención, dado que connotaba una alta reivindicación de lo sensible, tan nocivo según el paradigma religioso y neoplatónico que inundó la cultura occidental desde la alta edad media hasta finales del siglo XVII. 
	Ciertamente, sensus significó muchas cosas: sentido, sensibilidad (de donde sensible y sentible), sentimiento, sensatez, sensualidad (de donde sensual), sensación. También cada uno de los cinco sentidos y su conjunto, que tiene su centro en el sensorio; todo ello se dirigía a lo sensorial. Indicaba una inteligencia especial, guiada por aquello que no era únicamente intelectual y que orientaba en el mundo con atino. Eso es lo que han heredado, a pesar del esfuerzo medieval por acallar el término, nuestras lenguas contemporáneas. Así, el castellano asumió todas las traducciones indicadas, y además lo aplicó a expresiones en las que el sujeto se afirmaba de un modo rotundo. Decimos “lo siento” para pedir perdón, para dar el pésame, para acompañar a un amigo en una desgracia, para afirmar certeza absoluta a pesar de un posible desconocimiento (“no sé si esto es así, pero lo siento”). Actuamos sentidamente cuando se implica nuestro yo más íntimo, somos sentimentales cuando nos emocionamos con facilidad y sentimentaloides cuando lo hacemos de modo hiperbólico. Alguien es “muy sentido” cuando sufre de una susceptibilidad silenciosa, pero eso no es lo mismo que ser un resentido; una cosa “cuesta un sentido” cuando es muy cara. “Nuestros sentidos se embargan” cuando se prenden de un objeto, que “se deja sentir” cuando es notorio o es sensacional cuando genera fuertes respuestas receptivas. Incluso el sentido de algo tan objetivo como una ley expresa lo que su letra no consigue explicitar, una cierta intimidad de la legislación.
Nos sentimos bien, a gusto, o mal, a disgusto, incómodos o implicados, enfermos, en forma o heridos, superiores o inferiores; sentimos frío o calor, tenemos un alto o un bajo sentido de la responsabilidad, del ridículo, del equilibrio, del ritmo, de la responsabilidad, del deber, de la justicia, del humor, de la orientación, o incluso un sexto sentido que nos da una cierta clarividencia respecto a los demás sea por la vía del instinto o sea por un nivel de comprensión de la realidad con carices extraordinarios, que pueden llegar al presentimiento o, casi paradójicamente, a un conocimiento extrasensorial. Podemos ser hipersensibles a la luz o al humo. 

             Alejandra Mizrahi. Tapia. 60 x 40 cm, 2003
	
Tenemos sentido cuando somos capaces de apreciar y emitir un juicio sobre algo, cuando tenemos capacidad para el discernimiento; “a mi sentir”, entonces, viene a decir “según mi juicio”. Alguien que “no está en su sano juicio” es alguien que “no está en sus cinco sentidos”, y quien concentra la atención en algo “pone los cinco sentidos en ello” . Para ello, agudiza el sentido, y éste puede ser refinado, bueno, certero; será, entonces, una persona sensible, que va tan discretamente como incorregiblemente más allá del sentido común, de la sensatez, del buen sentido y de las sentencias anquilosadas, y sólo asiente, da su consentimiento y acepta el consenso desde la comprensión de los mil matices de un disenso y de un alto grado de sentido crítico, cuando señala lo que trata de ocultar lo establecido. Por analogía tecnológica, también hay máquinas sensibles, que sienten con alta precisión a través de sensores lo indiscernible a simple vista, como los centinelas aprecian agudizando la vista los movimientos lejanos del enemigo. 
	El enamoramiento nos lleva a “perder el sentido”, como lo hacen el placer y el dolor intensos, y a además nos convierte a menudo en insensatos. Nos pasa el tiempo sin sentir en la presencia de la persona amada, y sentimos en el pecho el peso de cada uno de los minutos de su ausencia. Las palabras, las frases, los acontecimientos, tienen o no tienen sentido, o incluso tienen un doble sentido o se dicen o se producen en un cierto sentido; una buena argumentación acaba resultando de  sentido común, aunque deja de serlo si se tergiversa su sentido fundamental. Puede utilizar los términos en sentido estricto o en sentido laxo, literal, peyorativo, propio, recto, textual, figurado.  Algo va en sentido contrario cuando es obvio que no nos es favorable; cuando alguien se contradice utiliza contrasentidos, interpreta en sentido equivocado cuando no entendió nada de nada, y cambia de sentido cuando inicia bruscamente una trayectoria geográfica o vital opuesta en ciento ochenta grados a la que llevaba anteriormente.
	En catalán, además, cuando se siente no sólo se hace con el “corazón”, sino también con el oído y con la nariz, siendo así sentir el verbo utilizado para oler y para oír, y la sentor un término culto para el olor, sea agradable o fétido; entresentir significa tener la gracia de exhalar un olor delicado. Nuestro sentido común es el seny (de etimología germánica: Sinn), una sensatez que siempre tiene presente en el cogote a la rauxa o el pronto de excentricidad. Los franceses también sienten cuando huelen, y sus perfumes, fragancias y pestilencias se llaman senteurs. Además, los anglosajones llaman a las tonterías nonsenses, algo tan absurdo como nuestros sinsentidos.
	Y todo ello, finalmente, porque los animales humanos damos sentido a nuestras vidas e incluso, a veces, a nuestras muertes.  
	La Ilustración tardía, en su proyecto de dotar al ser humano de una autolegislación ya apuntada por la filosofía griega y denostada por la época medieval y los entusiasmos neoplatónicos del renacimiento y de la filosofia perennis del siglo XVII, quiso retornarle al individuo todos estas capacidades amputadas, y hacerlo no sólo digno del derecho a la ciudadanía, sino también a la belleza, al gusto, a la perspicacia sensible, a que supiera mirar el mundo para saber juzgarlo y a que tuviera la suficiente audacia para hacerlo. Éste fue el proyecto de los empiristas británicos y el de los fundadores de la estética como disciplina, con Baumgarten y Kant a la cabeza.
	Un proyecto que se fundamentó en la reivindicación de la experiencia, de la empeiria, que se alzaba tan vulnerable como orgullosa en tanto que el único lugar del conocimiento después de la filosofía autorreferente de cartesianos y leibnizianos. Una experiencia que se autocomprendió desde el principio como experiencia estética, puesto que esta expresión era, en realidad, tautológica. A mi parecer, hay que afirmar que el surgimiento de la estética como disciplina fue una consecuencia tan magnífica como inevitable del gran empirismo británico de principios de siglo, que procuraba recuperar, por una parte, el antiguo y venerable eidos griego con toda su dimensión de visualidad perdida a partir del advenimiento del neoplatonismo y, por otra, la potencia cognitiva del ámbito del particular empírico, abandonada desde Aristóteles y su lapidario “de particularibus non est scientia”. Los estetas ilustrados negaron la mayor, y dieron a comprender ya de forma irrevocable que la filosofía debía ligarse al particular empírico como lo hizo la scientia nuova, y que eso restituía la dignidad filosófica de las facultades denostadas hasta bien entrado el siglo XVII.  No ha sido otra la vocación de la última Biennale de Venezia, que llevaba por título el lema “Pensa con i sensi, senti con la mente”, como si de vez en cuando el arte debiera rescatarnos de nuevo de un cartesianismo tan tozudo como falaz. 


	Pensar con los sentidos y sentir con la mente apunta a la sinonimia de los términos experiencia y experiencia estética y a la afirmación de la tautología del segundo. La experiencia es, desde la filosofía crítica kantiana, un término que designa la construcción del mundo por parte de un sujeto que se interrelaciona con objetos y que se construye a sí mismo precisamente instalado en esa relación. Y cuando la experiencia se autoafirma como experiencia estética, lo subjetivo, también desde una comprensión kantiana, puede designarse como sentido estético, y lo objetivo como objeto estético. Así, el sujeto ejerce el sentido estético como una manera peculiar e imprescindible de orientarse en el mundo según el reconocimiento o la atribución de propiedades estéticas al objeto. Aunque de un origen igualmente ilustrado, considero que, a diferencia del término gusto, el de sentido estético no ha envejecido, sino todo lo contrario, se ha ido afirmando como necesario en el nuevo giro de la estética actual hacia la experiencia. Es por ello que lo apunto como substituto contemporáneo del gusto ilustrado, al que, sin embargo, hay que reconocerle la gracia de reivindicar la experiencia desde su dimensión más matérica, puesto que fue un término robado a los vinculados al paladar. 
	Atender filosóficamente a esta orientación significa ubicarse plenamente en la tensión universalidad / historicidad de la experiencia estética dándole las clavijas de afinación a la primera. Así, el sentido estético será una orientación peculiar e imprescindible al ubicarse en el mundo según el reconocimiento o la atribución de propiedades estéticas al objeto en el ejercicio de la sensibilidad, los sentimientos, los sentidos, un seny (sano juicio) peculiar capaz de acordar sensibilidades discordes, todo ello bajo la hegemonía de la imaginación como la capacidad de generar la audacia requerida para los juicios de un sujeto que se pretende autónomo, responsable de sí mismo y de su esencial dimensión social. El sentido estético es al conocimiento lo que la piel a los órganos de nuestro cuerpo: su límite, su protección, su posibilidad.

 
Sandra Álvaro, Lo más profundo está en la piel



























2. El objeto estético

 	La pantalla de mi ordenador portátil es rectangular, y su carcasa es blanca. Pero además es bello, porque es un Mac y quiere distinguirse de los que no lo son por su aspecto. Ciertamente, los objetos tienen propiedades estéticas. No hace falta hablar de grandes subjetivismos para decir que la cerveza es amarga y que el zumo de manzana es a la vez dulce y ácido, que la superficie de la mesa es más dura que la del sofá y que el agua que sale del grifo rojo es más caliente que la que sale del grifo azul. Podríamos hablar en estos casos de valores cuantitativos, traducibles a gramos de azúcar, a centímetros, a densidad de materia o a grados de temperatura, todos ellos aduciendo la objetividad que otorga la medida. Pero no por ello dejaré de llevarme un disgusto si, por más que me guste el zumo de manzana, yo pedí una cerveza y el camarero se equivocó y bebí distraída un líquido cobrizo que esperaba amargo y que fue dulce y ácido. Ciertamente, los objetos tienen propiedades estéticas, pero parece que cuando éstas dejan el estricto ámbito de lo cuantitativo para pasar a lo cualitativo, es imprescindible la consideración del sujeto que los experimenta y sus expectativas respecto a ellos. Y parece que a mayor incremento de la axiología, mayor consideración de la experiencia y de las expectativas, incluso en valores tan culturalmente consolidados como la belleza del Doríforo de Polícleto. 
	Aristóteles, con su gélida precisión ante los entusiasmos platónicos, ya comprendió que explicar la belleza del Doríforo no dependía exclusivamente de comprobar el canon de sus proporciones, sino que tenía que ver con razones cualitativas. En sus Categorías 8b dice imperturbable: “Llamo cualidad aquello según lo cual algunos se llaman tales o cuales”. Y es cierto: una cosa es tal o cual cosa por sus cualidades. El estagirita estableció cuatro maneras de ser de la cualidad, entre las cuales dos competen directamente al objeto estético: la figura – forma y la claridad. Los medievales alojaron en la figura y la forma algunas de las categorías estéticas más recurrentes de la historia del pensamiento occidental: el orden, la armonía, la belleza, la hermosura, la gracia, la elegancia; en la segunda, el color.
	Hubo que esperar al giro experiencial del siglo XVIII para cuestionar que éstas y otras categorías estéticas fueran atribuibles al menos de un modo estrictamente unidireccional a propiedades del objeto y para reivindicar que en llamar tal o cual a un objeto algo tendrá que ver el sujeto dando nombre a las cosas. Al principio de este artículo ya afirmé que es sólo una cuestión de mirada la que diferencia a un trozo de naturaleza de un paisaje y a una cara de un rostro, y que es fundamentalmente una mirada la que distingue a un objeto de una obra de arte. Estas afirmaciones son tan rotundas como complicadas, porque con la mirada va la tensión entre la historia del mirar y la biología, entre la continuidad de un yo y algo tan voluble como su estado anímico del momento, entre las posibilidades de un idioma y las sintonías de sentimiento entre los humanos e incluso entre éstos y los animales más cercanos. 

   










       Fox. Caballo Ariègéois o Mérens                                             Caballo de la cueva de Ekain 
	      Nacido en 1994				                            15000–12000 aC				

	Estas tensiones se manifiestan constantemente en nuestra mirada cotidiana. Así, pensamos que si bien nuestros antepasados de las cavernas tendrían graves problemas para asimilar la cantidad de imágenes que pasan por nuestros ojos, es altamente probable que acabarían acostumbrándose a ellas, puesto que mis ojos saben mirar y se encandilan con los caballos de Ekain o de Lascaux; es de suponer que la propiedad sea transitiva. Por otra parte, pocas cosas nos hacen dudar tanto de la perseverancia de nuestras respectivas esencias y de las de las cosas como el hecho de que un mismo paisaje pueda parecernos esplendoroso o melancólico según nuestro estado de ánimo, y que de vez en vez nos preguntemos cómo debe ser el rostro de la persona amada cuando es, para alguien ajeno, una simple cara. 
	Con las obras de arte el asunto es algo más complicado. La historia de las exposiciones de arte contemporáneo está llena de anécdotas de señoras o señores de la limpieza que tiraron a la basura obras maestras del arte último; la historia del arte occidental incluye multitud de objetos que originariamente fueron totémicos o religiosos y el Land art puede parecernos hoy una atrocidad no sólo ética, sino también estética, porque atenta a algo tan nuestro y tan ajeno a las generaciones que lo hicieron nacer como la sostenibilidad, palabra inexistente hace pocos años. 
	La ontología de la obra de arte no ha podido evitar construirse desde la consideración de las formas de su discernibilidad y, por tanto, de su experimentación. De nuevo la tensión entre universalidad e historicidad de la mirada: el bisonte de Altamira fue “arte” muchos siglos después de su realización, pero fue bello desde su origen. Y por más que la labor del pobre Velázquez fuera considerada en la corte española de menor importancia que la del peluquero real, la fuerza estética los trabajadores de La Fragua de Vulcano parece imponerse a cualquier generación que se le ponga delante, como lo hacen Les Demoiselles d’Avignon, el Guernica, las discretísimas piezas de Félix González Torres o los sorprendentes gestos arquitectónicos de Matta–Clark. El ojo acaba reconociendo la artisticidad por las mirillas históricas, aunque éstas le sean ajenas. Pero esto no atenta a la afirmación inicial, que lo que distingue a una obra de arte de un objeto cualquiera es, fundamentalmente, una cuestión de mirada. Dicho de otro modo: pretender explicar el Guernica aduciendo su fecha de realización, qué lugar ocupa en la serie de las obras de Picasso, la composición de sus pigmentos, incluso su significación política, es perderse la obra de arte y explicar un objeto histórico. 
	La tesis de lo que estoy defendiendo está en tensión con la tesis básica de Arthur Danto, puesto que mi opción apuesta por que aquello que hace discernible a una obra de arte como tal no es su significado, sino su fuerza estética, que depende básicamente del encuentro entre las propiedades estéticas del objeto y su experimentación por parte de un sujeto o, dicho de otra manera: entre su presencia y su capacidad de generar sentido. Así, obras que signifiquen una denuncia de la Guerra Civil española hay muchas, y el Guernica no es discernible como una obra de arte maestra por eso. Lo que la hace distinguible como tal es, por una parte, su presencia, entendiendo por presencia aquello que hace que el Guernica sea como es y no de otra manera: su magnitud; que sus colores se limiten a blancos, negros y grises y aludan así a los medios de comunicación de masas; que las figuras respondan a una estética tan expresionista como sintética, conseguida magistralmente con gestos plásticos estereotipados por Picasso en los años anteriores; que sea una pintura de un interior que no cabe en sí mismo; que sea una pintura plana; que sea de excelsa resolución gráfica, que consiga, después de toda la experimentación que llevó a su autor hasta él, que no le falte ni le sobre nada. Hasta aquí algunas de sus propiedades estéticas. 
	En lo que toca su capacidad de generar sentido, Guernica no quedó atrapado en la mirilla su tiempo, y dejó de hablar únicamente de una ciudad vasca para alegar contra todas las violencias militares ejercidas contra la población civil que han transcurrido desde 1937, e incluso para alegar contra toda forma de violencia. Es la confluencia entre la presencia y la apertura de sentido quienes construyen a Guernica como una de las mejores obras de arte del siglo XX; es su fuerza estética quien la hace discernible como tal. 




3. El sentido estético como sentido común

















 


Lola Lasurt, My parents in a battle/ 100 x 75 cm/óleo sobre tela/ Mayo 2006


	Fue precisamente por la reivindicación de la experiencia estética como la única experiencia posible, por el rescate del particular empírico y por la exigencia de saber mirar para saber juzgar, que Kant escribió, seguramente a trompicones y –al menos en parte– en momentos paralelos a sus dos críticas anteriores, su tercera crítica, la Kritik der Urteilskraft (1790). Como cualquier texto ilustrado, uno de sus objetivos fundamentales fue ayudar a comprender las posibilidades de la generación de comunidad y, por tanto, de los entresijos de la comunicación y de lo común. Pero, con el filósofo crítico, el sentido común, es decir, aquello que podía poner a los seres humanos en una cierta comunión que les permitiera construir microconsensos y microdestinos comunes, ya no era el “buen sentido” de Descartes o incluso de los filósofos del sentido común británicos, sino que ahora se propulsaba el gusto, en tanto que sentido estético, como aquello que permitía comprender que un sujeto, por autónomo que se pretenda, sólo es sujeto humano gracias a sentir –con el  corazón, la piel, la nariz, el oido– de algún modo la comunidad. Así, Kant afirma, en el texto más bello y sintético de la tercera crítica, que

“Humanidad significa, por una parte, el sentimiento universal de participación en alguna cosa y, por otra, la facultad de poder comunicarse de manera íntima y universal” (§ 60)


	Ciertamente, hay que agradecer al gigante menudo de Königsberg habernos descubierto la verdad de Perogrullo de que aquello que nos une y que nos permite establecer mircroconsensos a partir de macrodisensos es sentirnos miembros de algo común, es la sensibilidad para lo común. Nuestros primos los mamíferos avanzados levantan las orejas ante eso, los pájaros ladean la cabeza; nosotros alzamos las quebradizas antenas del lenguaje. No hace falta ser Roussoniano para aceptar que algo habrá que poder ajustar en la mirada para ponerse de acuerdo, y que lo que me hace humana es un sentimiento discreto de ser nódulo en una red infinita de seres tan vulnerables como yo y que para sobrevivir deben establecer consensos. Para ello, no se requieren sólo grandes tratados de paz, sino básicamente afinar sensibilidades, como quien tempera las cuerdas de un arpa desafinada: con esfuerzo, técnica, oído y cierta escozor en las yemas de los dedos. 



4. El sentido estético y la racionalidad estética 




























Alejandro Santafé. Epica. 146 x 114 cm. Técnica mixta, 2007

	Conocer el mundo es, según la tendencia crítica de la filosofía inaugurada por Kant, construirlo en aras a lo común. El conocimiento es, desde esta perspectiva, una actividad esencialmente performativa (realizada por cada sujeto) y conformativa (realizada por cada sujeto para la comunidad) en el ejercicio de las diversas formas de racionalidad (teórica, práctica, estética, teleológica). Comprender es, así, una actividad generativa del sujeto que apunta a y viene de una realidad común. 
	Las diversas maneras de mirar el mundo son, según la feliz expresión de Nelson Goodman, diferentes maneras de hacer mundos. Mirar el Pedraforca con ojos de geólogo, de especulador o de poeta, generará visiones tan dispares como las de quien lo mira hacia dentro y ve un montón de estratos que le hablan del pasado, de quien lo mira desde fuera disponiendo imaginativamente hoteles y casitas adosadas por aquí y por allá para su explotación turística futura, o de quien habla de la belleza imponente de la silueta de su horcajo en el preciso momento de la puesta de sol. Pedraforca es, para cada uno de estos observadores, un objeto distinto, aunque su nombre sea el mismo; Pedraforca responde, para los tres, a formas de racionalidad diferentes. Ciertamente, el geólogo puede hablarnos del pasado de las entrañas de la montaña gracias a un tipo de logos distinto al del especulador, que a su vez esgrime un logos completamente diferente al del poeta; se trata de tres regímenes de racionalidad que generan tres Pedraforcas diversos, aunque sus rocas sean siempre las mismas y estén allí desde el Terciario. 
	La racionalidad estética es el ejercicio del sentido estético. Eso significa la ejercitación con intención comunicativa de todas las facultades requeridas por este sentido, a las que ya he aludido en el primer apartado; básicamente: imaginación, sensibilidad, sentimiento, sensación, sentidos, seny (que pudede traducirse por “sano juicio”), capacidad de señalar, de apreciar y de formular la apreciación, discernimiento, audacia generativa, obertura de espíritu. Estas facultades confluyen en la conversión, en lenguaje aristotélico, de un particular empírico en una totalidad simbólica o, simplemente, de una cosa en un símbolo; tienen la capacidad de “hacer hablar” a los fragmentos de naturaleza, a las caras y a los objetos, y convertirlos, respectivamente, en una obra de arte, en un rostro y en un paisaje. Marcel Proust aduce esta conversión con la lucidez que sólo tienen los grandes literatos: 

“Incluso aquel acto tan simple que designamos como ver a una persona que conocemos es, en parte, un acto intelectual. Henchimos la apariencia física del ser que vemos de todas las nociones que tenemos de él y, ciertamente, éstas intervendrán de modo privilegiado para poder reconocerle un determinado aspecto. Acaban por rellenar tan perfectamente las mejillas, por recorrer con una adherencia tan precisa la línea de la nariz; se ocupan tan bien de vincular la sonoridad de la voz, que ésta parece un envoltorio transparente; se da tan bien todo ello que cada vez que vemos este rostro y oímos esta voz son, en realidad, estas nociones lo que reencontramos y lo que oímos” (PROUST, Combray I, Du Côté de chez Swann, p. 25)






















Clase impartida en el Máster Pensar l’Art d’Avui por Miguel Ángel Sánchez en su galería, ADN (BCN). Diciembre de 2007




	Cada una de la caras de mis alumnas y de mis alumnos dejó a los pocos días de clase de ser una cara para convertirse en un rostro. Cada uno de esos particulares empíricos (con las mismas características físicas que los demás particulares de su clase: dos ojos, una nariz, dos mejillas, una boca), se distinguió de los demás porque mi mirada la fue dotando de un sentido no discernible a simple vista. Si el sentido estético es sentido, es decir, si su ejercicio es orientativo, es precisamente por este tipo de distinción: distingue con la mirada (o con el oído, o con el tacto, o con el gusto, o con el olfato) una cosa por algo que no es discernible con los sentidos y que sin embargo los determinará, le atribuye un envoltorio de sentimiento y de juicio que formateará su comprensión ya en su recepción sensible. El objeto adquiere así propiedades que no tendría a simple vista, pero que se convierten en esencialmente constitutivas del mismo (en propiedades ontológicas) para la mirada que las puso. Y ese es, precisamente, el territorio del símbolo. 
	Esta es la primera característica de la orientación en el mundo propia de la racionalidad estética: la distinción de lo empírico por medio de propiedades establecidas por la generación simbólica, es decir, por propiedades indiscernibles a simple vista pero que mediatizan la mirada. Hay una segunda característica: la generación simbólica propia de la racionalidad estética es transitiva; y una tercera: la generación simbólica propia de la racionalidad estética es reflexiva. 


5. La racionalidad estética y la generación simbólica transitiva, escéptica y reflexiva

	Ciertamente, la transitividad, en el sentido matemático: si A = B ⇒ B = A es la segunda característica de la racionalidad estética, esto es, del ejercicio del sentido estético. Así, lo indiscernible que convirtió la cara de mis alumnos en un rostro es lo mismo que modifica el mío a mis propios ojos; el sentido que le doy a la relación que nos une no sólo modifica mi manera de verlos, sino también mi manera de verme. 
	La generación simbólica es transitiva, y en esta transitividad puede apreciarse bien que el indiscernible que entra aquí en juego es el del sentido, y no el del significado, puesto que éste es siempre discernible en tanto que codificable. Mis alumnos significan para mí el referente de una relación formativa, igual que yo para ellos; esto es codificable incluso a nivel burocrático, cuando deba firmar las actas donde aparezcan sus notas. Pero el sentido que convirtió sus caras en rostros no es codificable, y está en permanente evolución según las experiencias de nuestro día a día. El significado, a veces, puede ser más complicado, incluso críptico (piénsese, por ejemplo, en la filosofía neoplatónica subyacente al Nacimiento de la Primavera de Botticcelli), pero siempre será, al final, codificable y, por tanto, discernible. 
	Resumamos desde la tesis de que la transitividad en el ejercicio del sentido estético lo dicho hasta ahora. La racionalidad estética es la forma de la racionalidad cuyo ejercicio lleva a la distinción empírica, que  se realiza por un elemento indiscernible a simple vista. Este elemento indiscernible transmuta el funcionamiento de los mecanismos perceptivos y las imágenes resultantes. Esta transmutación es transitiva, puesto que la imagen que se transmuta es tanto la del objeto experimentado como la del sujeto que experimenta; ambos adquieren una dimensión simbólica de la que carecían antes de su encuentro.
	La densidad semántica del proceso de generación simbólica tiene una amplia gama de intensidad, que va desde la más débil hasta la más fuerte. No es de la misma intensidad distinguir el rostro de mis alumnos a finales de octubre que en el mes de mayo, ni es de la misma intensidad una distinción fugaz de un rostro en el metro por la dotación de sentido del agrado que la contemplación del rostro de mi madre, cargado de una larga historia de experiencias compartidas. Por otra parte, este proceso, tal como se ha apuntado al inicio de este artículo, no se genera sólo con el paso de caras a rostros, también en la conversión de un trozo de naturaleza a un paisaje y de un objeto en una obra de arte, así como en otros particulares empíricos que se distinguen: los objetos de diseño, lo vinculados al vestido y a la moda, la distinción de un objeto cualquiera como un objeto especial (mi reloj es idéntico a miles de relojes en el mundo, y sin embargo es diferente porque a mis ojos simboliza un acontecimiento especial). 
	Efectivamente, en lo que toca al paisaje, si distingo de un modo estético el Pedraforca respecto a otras montañas, no sólo le doy un sentido (de sublimidad, de llegada a casa, de misterio al anochecer, de protección al alba), sino que me lo da (puedo autoconcebirme pequeña, protegida, seducida y curiosa, retada). Por otra parte, un objeto distinguido como obra de arte tiene igualmente una carga de sentido, poco densa si mi relación con ella es superficial, muy densa si es una de las obras que ha incidido en mi biografía. Finalmente, cada uno de nosotros podría hacer la lista de las novelas que han construido su vida, aquellas que nos hicieron otros u otras una vez leídas, es decir, que nos transmutaron. La novela dejó de ser un libro para ser una obra de arte, como los relojes de Félix González Torres dejaron de ser simples relojes de cocina para transmutar las autocomprensiones de algunos miles de experimentadores de esta pieza. 














Félix González-Torres, Untitled (Perfect Lovers), 1991

	La distinción empírica llevada a cabo por el logos estético requiere esencialmente de un aspecto que tiene que ver con el continuo entre pensamiento y sentimiento anunciado en el lema de la Biennale di Venecia; se trata de la reflexión. Reflexionar indica etimológicamente doblar hacia atrás (Flectere: doblar), y filosóficamente rebuscar sobre sí mismo algo que no está dado y que no se encontró en la(-s) primera(-s) vuelta(-s). Reflectere recoge la herencia escéptica de Sképtein: busco pero no encuentro y no me instalo anímicamente en ningún lugar.
	Los amantes de los caballos saben muy bien cómo no equivocarse al comprar un buen équido, más allá de los aplomos, los dientes y la brillantez del pelo, aspectos fácilmente falsificables. Basta hacer una carrera, aunque sea en solitario, y llevarlo a un riachuelo. Si el caballo sorbe como una aspiradora y se regodea en la frescura de las aguas no hay que comprarlo. Si atraviesa el riachuelo haciendo un sorbo fugaz mientras no detiene el trote sí. Se trata, sin duda de un consejo heredado del Salmo 109: De torrente in via bidet,  propterea exaltabit caput: “Beberá del torrente sin agacharse, y  por esto irá con la cabeza bien alta”. 
	Ésta es la actitud del escéptico: no detenerse en ningún lugar, ni en aquél que parece poder saciar la búsqueda. Y de este tipo es la reflexión propia de la racionalidad estética considerada desde su transitividad: es una racionalidad que considera el objeto que está enjuiciando como una ocasión para continuar la marcha de la vida probablemente desde la transmutación, la transgresión, la transfiguración, la transformación del objeto y de nosotros mismos. Nuestro yo se reconoce entonces en tránsito, en un continuo traspaso, trasladándose siempre de aquí para allá de un modo, en el mejor de los casos, vulnerable, orgulloso y vocacional; requiere de traducción constante para sí mismo porque es cada día nuevo y transciende a su propia comprensión. La reflexión propia de la racionalidad estética nos convierte en transeúntes permanentes de nuestras propias biografías, y al objeto estético en un ámbito para la audacia y la libertad, las perturbaciones y los disturbios. 
	Las razones del arte tienen que ver con este ámbito de disturbio, tal como ha mostrado Gerard Vilar en su libro titulado precisamente Las razones del arte. Estas razones, para producirse,  requieren de una racionalidad estética que las comprenda y, desde la perspectiva crítica, que las genere. Respecto a ellas, quisiera insistir en dos aspectos que hacen que lo que estoy proponiendo rescate una cuestión que Arthur Danto dejó de lado en la unilateralidad de la importancia otorgada a los indiscernibles en la caracterización de la obra de arte contemporánea: los dos giran entorno lo que más arriba he designado como la fuerza estética, que compensaría ontológicamente la dimensión subjetiva de la racionalidad estética cuando se aplica al arte y que sería, precisamente, el criterio principal de evaluación de las razones de éste. 
	El primer aspecto sería que, a pesar de que aquello que caracteriza a la racionalidad estética según su primera propiedad es la distinción de un particular empírico por medio de una generación simbólica, es decir, por medio de un indiscernible, la artisticidad se ubica en la fuerza estética del objeto, que consiste (como ya aduje) en la confluencia de su presencia (aquellas características que hacen que una obra de arte sea “así y no de otra manera”) y su capacidad de generar sentido. A diferencia de Danto, propongo una insistencia esencial y primigenia en la fisicidad del objeto artístico, una fisicidad que la racionalidad estética evalúa en términos de fuerza, de manera que, precisamente, esta racionalidad está caracterizada por la distinción de un objeto estético por su fuerza estética, que acostumbra a expresarse en juicios tan sencillos como “Esta pieza aguanta”, o “funciona”, o, simplemente, “es una obra maestra”.  Lo contrario es, sea una pieza banal (aquella cuya capacidad de generar sentido es débil o nula), sea una pieza anodina (de presencia débil o poco lograda). La fuerza estética indica una cierta idoneidad de la pieza con el sujeto que la experimenta con racionalidad estética, aunque esta idoneidad pueda darse en términos perturbadores. 
	El segundo aspecto es que esta característica no es únicamente aplicable al arte contemporáneo, sino al arte de todos los tiempos (entiéndase: a aquello que, utilizando el término desde el siglo XVIII, venimos llamando “arte de todos los tiempos”). Los caballos de Ekain tiene fuerza estética, como la tienen la Victoria de Samotracia, el Pantocrátor de Taüll, los frescos de la Capilla sixtina, los autorretratos de Rembrandt, los Fusilamientos del 2 de Mayo de Goya, la camarera del Folies-Bergère de Manet, la Dríada de Picasso, Fontaine de Duchamp, las esculturas de fieltro de Morris y el Memorial del Holocausto de Rachel Whiteread. La filosofía del arte de Danto no da razón de esta fuerza; de hecho, trata de imprimir una lectura postconceptual a todo el arte contemporáneo, llegando a hacer juegos de manos tan interesantes como poco exactos, obviando, por ejemplo, la apabullante fuerza estética del pop art. A mi modo de ver, la teoría debería volver a ser sensata y reconocer al arte de nuestro tiempo el patrimonio de fisicidad que el arte de todos los tiempos no ha dejado de lucir jamás, igual que en aquel rostro lucen un par ojos con pupilas de color miel ribeteadas levemente de azul. 


6. La perspicacia sensible

	La perspicacia sensible es la virtud del ejercicio coherente y sabio del sentido estético. Antes del siglo XVIII las virtudes eran sólo éticas, a partir de entonces tuvieron la posibilidad de ser también estéticas, porque la estética, en su nacimiento, se dedicó a adueñarse de términos de la ética y de la gnoseología, como la filosofía lo hizo en sus inicios de la física.
	 Una persona perspicaz es una persona lista, sagaz, alerta, aguda, despierta, viva, lúcida y, también, voluble. Cree poco en los principios y mucho en la experiencia; vive instalada en los mil matices del gris mientras esquiva lo blanco y lo negro. Es muy intuitiva y tiene graves dificultades para ser paciente, aunque lo es; su mirada es rápida y su juicio es audaz pero discreto. Puede generar consensos porque comprende las tensiones de los disensos, y esto es así porque entrenó suficientemente su imaginación para ponerse en el lugar del otro.  
	Poseer la perspicacia sensible significa una mayor lucidez en la mirada (o en el tacto, o en el olfato, o en el oído, o en el gusto) para la construcción de una realidad común, puesto que perspicare quiere decir saber mirar a través de, saber mirar a través de las cosas para encontrarles o construirles el alma, como hizo Proust en todo su monumento al sentido estético de La Recherche du temps perdu. 
	El  médico que tiene ojo clínico tiene, sin duda, perspicacia sensible, como la tiene un buen estilista, como requiere el diseñador y quien capta tendencias de moda por la calle. No hay artista plástico, ni músico, ni novelista, ni cineasta, ni poeta, ni publicista, ni buen profesor o buen veterinario que puedan ejercer como tales sin perspicacia sensible. Esta virtud es a la vez una lucidez retinal y anímica, es una inteligencia de punta de dedos, una performatividad de pupila olfativa y de paladar; es un saber mirar (o oler, o oír, o acariciar, o degustar) para saber juzgar, es la maestría en el ejercicio del arte de la experimentación del mundo. 
	Los ilustrados tardíos (especialmente Baumgarten, Hume y Kant) comprendieron que dotar al individuo de autonomía suponía dotarlo de esta capacidad, y que el conocimiento requería no sólo un arte de la producción de objetos, sino también un arte de la experimentación de los mismos. La autolegislación de un sujeto de vocación cosmopolita y comunitaria requería presentarlo como una persona sensible, capaz de atender con precisión a todos los matices estéticos y morales, de mirar a las cosas cara a cara sin tapujos, tocarlas, distinguirlas y ordenarlas mal que bien; de discernir paisajes, obras de arte y rostros, de convertirse en un experto de la dotación de sentido para los particulares empíricos que configuran la experiencia. El felix aestheticus del viejo Baumgarten, el crítico de arte de Hume, el filósofo mundano de la tercera crítica kantiana se proponen como prototipos de un ser humano refinado, atento, audaz a la vez que mesurado, que reclamaba actuar sin prejuicios y dedicarse a su propia formación y a la de su comunidad en el ejercicio de sus facultades, que entonces dejaron de lado los grandes universales para dedicarse a la atención a las cosas que merecían ser miradas, oídas, tocadas, olídas o degustadas. Los ilustrados tardíos comprendieron que la autonomía del individuo y los consensos de una comunidad dependían más de un entendimiento de las sensibilidades (según la acertada expresión de Yves Michaud) que de un buen sentido o de unos imperativos teológicos, categóricos o incluso científicos.  Y este es el sentido estético que, desde mi punto de vista, debe recuperarse para el argumentario de la estética contemporánea en la construcción titubeante, plural y orgullosa de mundos cambiables y de caducidad pronta, ya tan veloces en el siglo XVIII como unos dedos hábiles sobre la hermosísima Pascalina, tan fugaces hoy como los míos correteando en el teclado de mi bello ordenador. 










   Pascalina o Calculadora de Pascal, 1642	                               Mac Book, 2007




Nota bene

Alejandra Mizrahi, Sandra Álvaro, Lola Lasurt y Miguel Ángel Sánchez son alumnos del màster Pensar l’art d’avui; Alejandro Santafé es alumno del Departamento de Filosofía de la UAB. Mi más profundo agradecimiento a los cinco por cederme las imágenes de sus propuestas artísticas.