TaNtágORa

Revista de literatura oral

Va de Pensar

DE LO QUE SUCEDIÓ A CATALINA, Y DEL DONOSO Y GRANDE ESCRUTINIO AL MEDIADOR DE LECTURA

Felipe Munita

 

Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo

(capítulo VI, 1ª parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha)

Miguel de Cervantes

 

Introducción

 

Es martes a media mañana en una escuela rural de la provincia de Valdivia, sur de Chile. La clase de lengua y literatura del 5° de Primaria está a punto de comenzar. El docente entra al aula con cinco o seis ejemplares de un mismo libro bajo el brazo: es “Voces en el parque”, el conocido álbum del autor e ilustrador inglés Anthony Browne. Al ver el libro, una de las estudiantes, Catalina, no demora en manifestar su fastidio: “¡Nooo!, ¡qué lata!, ¡yo ya conozco ese libro y es aburridísimo!”. Lo dice en voz alta, para que todo el grupo se entere del tedio que le produce una clase sobre ese álbum. Evidentemente, el estado de ánimo que transmite Catalina no es el mejor comienzo para una sesión de lectura literaria sobre esta obra.

Un par de semanas después, habiendo transcurrido ya las sesiones de trabajo planificadas por el docente sobre el texto de Browne, el comentario de Catalina es muy diferente: “yo había visto muchas veces ese libro en la biblioteca, y no lo pedía porque lo encontraba fome[1], y así como medio raro. Pero ahora que lo vimos aquí me gustó mucho, es entretenido y tiene unas ilustraciones bacanes, como que te hacen imaginar. Ya lo he leído varias veces”. En efecto, la bibliotecaria escolar corrobora que el libro está, desde hace una semana, en préstamo domiciliar a nombre de Catalina, y el docente ha sido testigo directo del progresivo entusiasmo que la obra ha despertado en su estudiante.

¿Qué pasó, entonces, para que en diez o doce días la visión de esta niña sobre el libro diese un giro copernicano y avanzara desde el rechazo intenso hasta el placer y la implicación personal como lectora? ¿Qué artilugio utilizó el docente para convencer a Catalina de que valía la pena darle una segunda oportunidad a esa lectura? La respuesta, por fortuna, es más simple de lo que podríamos imaginar: puso a los niños en situación de hablar sobre la obra. Es decir, planificó una pequeña secuencia de trabajo apoyada en lo que conocemos como “discusión literaria”, que no es sino una conversación del grupo sobre una lectura compartida, gestionada por el docente y orientada a la construcción colectiva de los sentidos de un texto.

En este caso, el docente había preparado una serie de preguntas y formas de discusión que resultaban de interés para ayudar a los niños a hablar sobre la obra. Preguntas que, además de atender a la respuesta personal de cada niño al texto, se relacionaban con algunos aspectos estético-literarios que le parecían especialmente relevantes en este álbum, y sobre los cuales quería llevar la atención de sus alumnos. De este modo, planteó la secuencia como un continuum de diversas situaciones conversacionales, motivadas por consignas igualmente diversas: desde una discusión inicial orientada a hacer emerger las primeras impresiones sobre el texto, hasta otras que suponían conversar sobre aspectos específicos como, por ejemplo, los personajes, la relación texto-imagen, la dimensión simbólica de las ilustraciones o el sentido de ciertos aspectos composicionales del libro (la tipografía, la tapa y contratapa, entre otros).

Luego de esas sesiones, la programación escolar siguió su vertiginoso curso y, salvo uno que otro comentario de pasillo, no volvió a hablarse del libro de Browne.

Un par de meses después de aquel martes, el grupo terminaba un proyecto consistente en la realización de afiches de recomendación de “mi libro favorito”, que serían colgados en el patio de la escuela. Y cuál no sería la sorpresa del equipo docente cuando vieron que Catalina había hecho su afiche… ¡sobre “Voces en el parque”!

En síntesis: para Catalina, un determinado libro había pasado, en poco tiempo, de ser “aburridísimo” a ser su “libro favorito”. Había pasado de ser una obra que, estando disponible en la biblioteca escolar, ella no solicitaba en préstamo pues la encontraba “fome” y “rara”, a ser un libro leído y releído en su espacio de lectura personal. Había pasado, pues, a ser en hito importante en la construcción de una progresiva (y todavía incipiente) identidad como lectora literaria.

 

¿Dijo usted “desescolarizar” la lectura?

¿Qué información nos ofrece el caso de Catalina sobre los procesos de formación escolar de lectores? ¿De qué manera esta experiencia nos ayuda a comprender mejor nuestro rol como mediadores entre los niños y los libros?    Comenzaremos por señalar que lo sucedido con Catalina pone en cuestión aquel llamado a “desescolarizar” la lectura que tanto se ha escuchado en nuestras escuelas en los últimos quince o veinte años. En efecto, la experiencia relatada cuestiona la supuesta desescolarización de la lectura en la medida en que afecta a los dos grandes pilares sobre los cuales esta reposaba. El primero podría sintetizarse en la idea de que, en pos de respetar el “placer lector” íntimo y personal de cada individuo, el docente no debía intervenir en la relación directa que el niño o joven establece con las obras. Así, debían propiciarse acercamientos “libres” del alumno a los textos (y “libres” suponía sin intervenciones externas que pudiesen constituir un obstáculo para el placer lector del sujeto). El segundo pilar, derivado del anterior, podría sintetizarse en una imagen: el destierro de las lecturas obligatorias de las aulas. Así, en pos de favorecer la lectura placentera y gozosa, muchos clamaron por la definitiva expulsión de las lecturas obligatorias del territorio escolar. Se trataba, pues, no solo de favorecer un acercamiento “libre” a los textos, sino también “lúdico” (y “lúdico” suponía desprenderse del lastre de la obligatoriedad y de lo impuesto).

El caso de Catalina erosiona ambos supuestos pues su éxito radica, precisamente, en el carácter obligatorio y en el alto grado de intervención docente que supuso la experiencia. Pues, si esa lectura no hubiese sido obligatoria (es decir, impuesta por el docente aun a riesgo de contrariar a una, en ese momento, obcecada estudiante), la visión negativa que la niña tenía del álbum se habría mantenido, muy probablemente, inalterada. A su vez, si no hubiese habido un acompañamiento y una guía del docente durante el proceso de lectura y discusión sobre la obra, nuestra estudiante habría chocado con las mismas dificultades de comprensión que provocaron su rechazo inicial y, por tanto, habría persistido su sensación de estar frente a un libro “raro”, desechado simplemente porque no se entiende[2].

Es decir, esta experiencia pedagógica se sitúa a contracorriente de una de las perspectivas más extendidas en el contexto escolar durante los primeros lustros de este siglo: la denominada “animación de la lectura”. Entendida como un amplio y heterogéneo conjunto de estrategias y actividades para promover el acercamiento lúdico y libre de los niños y jóvenes al libro[3], esta idea de animación entronizó el placer de la lectura como objetivo último de la educación lectora y literaria (lo que, en principio, era una buena noticia para una pedagogía de la lectura que todavía estaba muy centrada en el traspaso de conocimientos, y muy poco en el alumno y en su experiencia como lector).

Sin embargo, si bien esto incidió positivamente afirmando la  importancia del acceso directo del alumnado a los textos y creando espacios de intercambio entre lectores en las aulas, trajo también efectos negativos sobre los procesos de aprendizaje que debían asociarse a esas instancias. Pues, al basar la lectura literaria en el contacto “libre” con los textos, la intervención docente pasó a considerarse un obstáculo en la relación placentera del niño con el libro, lo que trajo consigo una manera liviana de leer los textos literarios que, aún hoy, pervive en muchas escuelas. A su vez, la idea de promover un acercamiento “lúdico” al libro derivó en actividades que pusieron en juego diversas formas de “espectacularización” de la lectura, constituidas muchas veces como prácticas aisladas, efímeras y sin una continuidad temporal que las dotara de sustentabilidad y sentido. Actividades, en suma, que no necesariamente llevaban a leer y a establecer relaciones duraderas y profundas con los textos.

Llegados a este punto, volvamos un momento al sur de Chile. La escuela de Catalina está situada en un pequeño poblado pre-cordillerano, históricamente alejado de los espacios de circulación del libro y la lectura. Catalina, como muchos de sus compañeros, proviene de un entorno socio-económico bajo, marcado por una serie de barreras y dificultades que suelen impedir a los sujetos sentirse invitados a la cultura escrita y, por tanto, construir una relación cotidiana y familiar con la lectura.

¿Podemos, en ese contexto, dejar la formación de lectores al albur del solo contacto directo del niño con el libro? Si dejamos libros a su alcance, ¿sentirán placer lector unos niños que, por diversas razones (biográficas, económicas, socioculturales) no han tenido la posibilidad de construir los esquemas de comprensión e interpretación que están a la base de los procesos de apropiación y disfrute de la cultura escrita?

Estas preguntas nos permiten abordar dos aspectos centrales en la discusión sobre formación de lectores. Primero: no basta con el mero acceso al libro para lograr el esquivo objetivo social de construir hábitos lectores por placer y para todos. El rechazo inicial de Catalina hacia “Voces en el parque” es un buen ejemplo de ello: si bien la niña tuvo acceso previo al álbum (gracias a la excelente biblioteca de su escuela), aquel contacto directo con el libro no aseguró una experiencia de lectura gozosa y gratificante para ella[4]. Esto no hace sino desnudar la paradoja que suele acompañar los discursos sobre promoción de la lectura: se habla de garantizar el acceso de toda la población al libro como un gesto de “democratización” de una práctica cultural dada como accesible a todos, pero se olvida que la apropiación de la cultura escrita implica múltiples procesos de familiarización, mediación y socialización de los sujetos en relación al universo de lo escrito. En otras palabras: no basta con generar condiciones materiales de acceso al libro para multiplicar, tal como se ha querido, la experiencia de la lectura en todos nuestros estudiantes.

Lo segundo se relaciona con una cierta confusión cuando hablamos del “placer de la lectura”. A menudo, pensamos en el placer lector como algo natural en el ser humano, algo que sucederá sin importar las condiciones (presentes y pasadas, materiales y simbólicas) que definen el encuentro de un sujeto con un texto. Frente a ello, estaría bien recordar aquí las palabras de Catherine Tauveron cuando señala que la lectura, y en particular la lectura literaria, implica un placer “estético, intelectual y cultural que, lejos de operar por magia, se construye”[5]. Y esa construcción no depende únicamente de factores escolares, sino que está fuertemente condicionada por elementos socioculturales; ergo, una didáctica fundada únicamente en las posibilidades de fruición literaria que cada alumno trae consigo favorecería a aquellos alumnos (los “herederos”) que en su entorno han tenido múltiples posibilidades de encuentro y de socialización con los textos, y haría muy difícil la experimentación de ese placer en quienes, como Catalina, provienen de entornos alejados de la práctica lectora.

En suma: el consabido placer, que se quería natural, es en realidad un fenómeno culturalmente construido, y excluye por tanto a quienes no han vivido las experiencias familiares y sociales que hacen esa construcción posible. En el ámbito escolar, lo anterior tiene una doble lectura. Por una parte, puede llevarnos a pensar que la construcción de ese placer escapa a nuestra competencia, y que son las familias quienes deben encargarse de forjar los hábitos de lectura fruitiva de sus niños. Por otra, podemos asumirlo (en una lectura mucho más interesante desde una perspectiva didáctica) como un buen punto de partida para repensar nuestra labor docente. Esto nos permitiría avanzar desde la consigna “disfrutad los libros”, hacia la reflexión sobre cómo podemos ayudar a nuestros alumnos a construir las condiciones y adquirir las herramientas que harán posible ese disfrute.

Creemos que esa reflexión debiese acompañarse de un giro conceptual que, en cierto modo, surge de manera natural de la experiencia vivida por Catalina. Esto es, dejar de hablar del profesor como un “animador de la lectura” para adoptar, en cambio, la noción de “mediador”.

 

Mediar para “re-escolarizar” la lectura

¿Qué nos ofrece, pues, la noción de “mediación”, y qué interés tiene su incorporación al ámbito de la formación de lectores? Desde nuestra perspectiva, su principal interés radica en dos ideas estrechamente vinculadas al ámbito de la mediación: el conflicto y el progreso.

Basta una rápida lectura del periódico para constatar que la noción de mediación se utiliza en relación a los más diversos conflictos: políticos, económicos, sociales, familiares, etc. En efecto, desde sus primeros usos (hace ya varios siglos), la palabra “mediador” remitía a aquel que se pone en medio entre dos partes en desacuerdo. Es decir, suponía dos ideas que se mantuvieron inalteradas hasta hoy: una situación de conflicto y la figura de un tercero que entra en escena para ayudar a remediarlo. Así, la tarea de esa figura parece ser la construcción de vínculos entre esas dos entidades que se encuentran alejadas una de otra, de tal modo de favorecer procesos de cambio y de construcción de sentido en quienes participan de la actividad mediadora. En otros casos, cuando una de esas dos entidades no es una persona o grupo sino una práctica o actividad que no pertenece al mundo inmediato del sujeto (y que, por tanto, le genera dificultades y eventuales bloqueos), se concibe al mediador como aquel que ayuda a la persona a construir el significado de aquella actividad, y a dotar de sentido su incorporación en la propia vida.

Por su parte, en contexto escolar el concepto enraíza en la idea vygotskiana de “zona de desarrollo próximo”. Como sabemos, situar la actuación docente en el espacio de desarrollo proximal del niño supone hacerlo avanzar desde aquello que puede hacer por sí solo hasta aquello que puede realizar con la ayuda de un agente externo que, en determinado momento, actúa como facilitador en su proceso de aprendizaje. En esta perspectiva, la construcción del conocimiento es siempre un proceso que, si bien se funda en la actividad del propio estudiante, tiene en la guía ofrecida por el adulto su principal condición de realización. Lo anterior reposa, pues, en una idea central que responde a la especificidad de la escuela: la idea de progreso. En ese contexto, la zona de desarrollo proximal deviene espacio “construido” por la intervención didáctica para facilitar el aprendizaje progresivo de los estudiantes.

Una vez más, el viaje hacia aquella escuela rural de la precordillera chilena nos ayuda a visualizar mejor la relación de ambas ideas con el campo de la lectura. La situación de conflicto, en el caso de Catalina, es evidente: sus comentarios al comenzar la clase daban cuenta del profundo rechazo que le causaba la obra, e insinuaban un posible alejamiento de otras experiencias similares de lectura literaria. Apelaban, por tanto, a un tipo de intervención orientada a dotar de sentido esa práctica de lectura en el espacio personal del sujeto.

Por su parte, los comentarios posteriores de la niña sugieren la construcción de ciertas habilidades de lectura que podríamos considerar como formas de progreso en su camino de formación como lectora literaria. Así por ejemplo, algunas de sus afirmaciones en el afiche de recomendación dan cuenta del alto grado de implicación personal y de participación afectiva que alcanzó en la lectura: “me hizo sentir como si estuviera dentro del libro” (una sensación, por cierto, completamente diferente de la que habrá sentido en el encuentro directo con el álbum en la biblioteca escolar). Otras, en cambio, aluden a una lectura más distanciada y analítica, capaz de observar el efecto de ciertos elementos composicionales en el significado global de la obra: “la letra representaba el estado de ánimo de los personajes”. En este punto, estamos frente a un tipo de aproximación al texto que no es del todo “natural” en un lector principiante sino que, muy probablemente, ha sido construida con el apoyo de la intervención docente.

Lo anterior nos lleva a plantear que, tal vez, debemos comenzar a pensar en una “re-escolarización” de la lectura. Esto es, que la lectura vuelva a ocupar un espacio de relevancia en la intervención docente, no ya para repetir los mismos y desgastados mecanismos del pasado (como el foco exclusivo en los contenidos, o los exámenes sobre obras prescritas sin ningún tipo de acompañamiento de lectura), sino para pensar en aquellos dispositivos didácticos, modalidades de lectura y corpus literarios que, como en la secuencia de trabajo de nuestro docente sobre el álbum de Browne, ayuden a nuestros alumnos a formarse como lectores. Desde una perspectiva de mediación esta ayuda supone, en primer lugar, permitirles superar ciertas dificultades y conflictos asociados a una práctica cultural que, como la lectura, no siempre forma parte de su mundo personal, familiar y social. Y segundo, supone contribuir en su progreso como lectores, de tal modo de descubrirles textos que sin nuestra ayuda difícilmente hubiesen leído, y revelarles nuevas formas de aproximación a esas obras, ampliando así sus posibilidades de fruición y goce lector.

Así tal vez ayudaremos a niños y niñas como Catalina para que, cuando entren en la biblioteca de su escuela, puedan decidir con “conocimiento de causa” qué libros vale la pena leer y cuáles no. Del mismo modo que, hace siglos, hicieron un cura y un barbero en otra biblioteca, la de un ingenioso hidalgo que llevó hasta el extremo su incontenible placer por la lectura.

 

Felipe Munita

Grupo GRETEL

Universitat Autònoma de Barcelona

 

[1] Chilenismo: sinónimo de aburrido.

[2] En efecto, quien conoce “Voces en el parque” sabe que es un libro complejo y exigente para el lector. Un libro que, sin un buen acompañamiento por parte del docente, fácilmente podría ser tildado de “raro” por un lector en formación.

[3] “Los libros no se trabajan; se disfrutan” fue, tal vez, la consigna que mejor sintetizó el tipo de acercamiento mencionado.

[4] Con esto no queremos decir que estamos obligados a tener esa experiencia gozosa con cada libro que llega a nuestras manos. Únicamente subrayamos el hecho de que, en muchas ocasiones, el rechazo hacia un determinado libro radica, más que en la obra en sí, en la ausencia de unas condiciones adecuadas de lectura.

[5] Tauveron, Catherine. Lire la littérature à l’école. Paris: Hatier, 2002, pág. 14.

«Tantágora és una bèstia qui ha cara de hom, e ha tres endanes de dents, e lo cors de lahó, e coha de estor, pits e ulls de cabra, e és vermella, e ha veu de serpent, e és pus hiversosa de correr que altre bèstia»
(Bestiaris. Volument II. Barcelona. Editorial Barcino 1964. Pág. 119)
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