Athenea Digital - num. 0 abril 2001-
La naturaleza de la experiencia
estética
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George Herbert Mead
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Aunque hace ya siete décadas que murió G.H. Mead (1863-1931),
seguimos sin disponer de demasiadas traducciones a lengua castellana de
sus escritos. Del mismo modo, contamos todavía con escasos estudios en
nuestro ámbito que rescaten el potencial de su obra. Si atendemos a su
recepción en el ámbito de la filosofía el panorama empeora. El pragmatismo
goza de buena salud: nombres como Rorty, Putnam, Goodman, o Davidson (auto
o hetero situados en la tradición pragmatista en la actualidad) y las
ediciones castellanas de los mismos son una buena muestra de ello. Los
clásicos del pragmatismo en general, han empezado a ser objeto de atención
visible fuera del ámbito norteamericano (donde tenían mayor presencia)
durante los últimos años y eso se ha notado en nuestras tierras. Pero
quienes reconocen la frescura de la filosofía pragmatista para lidiar
con los problemas del conocimiento, refieren y trabajan a C.P.Peirce,
a W.James y a J.Dewey —las ediciones castellanas de los cuáles son también
incompletas y dispersas— y aunque llegan a nombrar a Mead como otro de
los representantes señeros de la corriente, se queda en figura marginal. En el contexto de este olvido, y reconociendo las excepciones[i],
cabe destacar el riguroso y meritorio trabajo de Ignacio Sánchez de la
Yncera ,en La mirada reflexiva de G.H.Mead. Sobre socialidad y comunicación.[ii]. En dicho
trabajo se recoge una extensa y precisa relación bibliográfica de Mead
, incluyendo las referencias documentales a su obra que existen en castellano.
El mismo I. Sánchez nos ofrece las claves para entender este vacío de
trabajos de y sobre Mead. La primera de ellas, reside en la dificultades
de acceso a sus escritos originales: Mead no escribió ningún libro, y
todos los libros publicado con su nombre son obras póstumas, confeccionadas
a partir de manuscritos del autor o a base de las notas tomadas por quienes
asistieron a sus cursos. Sus artículos publicados (que superan en poco
más el centenar y son muy breves) aún no se han recopilado de forma sistemática
en lengua inglesa[iii]
y siguen siendo de difícil acceso (aparecieron en revistas del primer
tercio de nuestro siglo, actualmente agotadas). Una segunda clave, no menos importante, que hace inteligible
esa escasez de trabajos recopilatorios y/o interpretativos de su obra,
reside en la forma parcial en que sus propuestas se recogieron en el entorno
más inmediatamente influido por él: el interaccionismo simbólico y la
tradición de la Escuela de Chicago. Aunque es considerado un clásico de
la sociología, con frecuencia ha quedado relegado o recluido a fundador
de esa Escuela. De este modo la visibilidad de la obra de Mead queda excesivamente
subsumida al corsé de la caracterización del interaccionismo simbólico
tal y como lo formuló Blumer[iv],
y atrapada por el peso de los lugares comunes de la psicología social
interaccionista. Como psicólogos sociales no nos cabe la menor duda de lo mucho que Mead nos aporta: su reflexión sobre la persona como consecuencia de la sociedad, y no a la inversa, le hace un autor clave en la elaboración de una psicología social propiamente social. Todos/as reconocemos en Mead, y en la obra Espíritu, Persona y Sociedad[v], una de las más tempranas y fructíferas utilizaciones del concepto de rol para dar cuenta de la génesis social de las personas. Nos ayuda a entender la capacidad de adoptar el rol del “otro” y de actuar hacia nosotros mismos desde esa posición, como uno de los mecanismo básicos de la socialización e interiorización de las normas sociales, así como para la construcción de la identidad. Cualquier manual que se precie, en psicología social y en sociología, recoge tanto esta teoría del desarrollo del self como sus bosquejos antropológicos sobre la comunicación. La obra de Mead posee sin embargo más facetas de las que habitualmente se extraen de Espíritu, Persona y Sociedad. Temas como la percepción, el conocimiento, la verdad, el significado, el origen y la función del lenguaje, la comunicación, los problemas de la física moderna y de la teoría de la relatividad....reciben tratamiento explícito en sus escritos. Así mismo dirigió cursos sobre Aristóteles, Hume, Bergson, Hegel, Whitehead y Leibniz, por citar algunos[vi]. Sin entrar en el tratamiento meadiano de cada uno de estos temas, lo cierto es que para la misma sociología y psicología social, parecen existir sendas no explotadas de su trabajo que podrían resultar útiles para la discusión de temas tan centrales en nuestro quehacer como son el de la acción o el del orden social. El mejor ejemplo de ello nos lo ofrece Hans Joas[vii]. Uno de los motivos centrales de los trabajos de este autor hasta la fecha ha sido el de vincular la discusión en teoría sociológica con el renacimiento del pragmatismo en filosofía. Y lo ha hecho sobre todo activando y trabajando la acción humana como acción creativa, y insistiendo en el carácter situado de esa creatividad. En esta línea el carácter constitutivamente creativo de la acción es lo que a su entender hace en buena parte inteligible el pensamiento de Mead. Como igualmente clave es la tensión entre esta concepción de la acción y el carácter comunicativo de la socialidad humana. H. Joas nos invita a dejar atrás visiones sobreracionalizadoras
de la acción, y a ver como el pragmatismo, y Mead en concreto, permiten
escapar a nociones como conciencia e intencionalidad: el establecimiento
de fines no es algo que se de en la conciencia—en el interior—y se plasme
en el exterior—el contexto de acción. Hasta la percepción está conformada
por nuestras capacidades y posibilidades de acción, ya que es la acción
y no la conciencia la que tiene el papel fundador. Joas reconoce que en
algunos momentos de Mead (en los que dirime el concepto de “yo” o en
los que ofrece un modelo de las fases de la acción) podemos encontrar
resonancias a reduccionismos biologicistas o instrumentalistas que desvirtuarían
la posibilidad de conciliar el doble carácter creativo y social de la
acción meadiana ( y pasar por alto que la creatividad de la que nos habla
Mead se refiere a logros comunes establecidos en el curso de actividades
coordinadas). Para resituar importancia menor que estas resonancias pueden
sugerir, el autor nos invita a contemplar algunos de los escritos maduros
de Mead, y obtener así un sentido más global de su propuesta. El artículo “La Naturaleza de la Experiencia Estética”
(1926) que presentamos en este mismo número —y que como la inmensa mayoría
de los escritos de Mead es muy breve— se inscribe dentro de la orientación
hacia la crítica cultural de su obra tardía[viii].
En tanto que parte de la brecha entre la esfera instrumental y la de los
valores que caracteriza a la actividad y al pensamiento humano en la sociedad
moderna, ofrece una buena oportunidad para pensar acerca de la tensión
meadiana entre creatividad y normatividad. Y quizás también, para ir más
allá y reflexionar sobre la tensión entre cambio y reproducción social,
y sobre las formas en que podríamos ofrecer un concepto de acción y de
experiencia no individualistas que permitieran articular esta tensión. El propio Joas[ix] entiende el texto que aquí presentamos como el más destacado para acceder al significado integral, no reductible a su dimensión cognoscitiva, de esa noción meadiana de experiencia: “Es probable que la importancia de este texto(...)sólo pueda captarse cuando se lo vea como un paso previo hacia algunos de los trabajos que tanta importancia tienen en la obra del último Dewey, como es el caso de sus libros sobre arte y religión. En tales escritos se hace patente que la teoría de Mead y de Dewey no sólo dejaba atrás la idea de los individuos originariamente aislados, sino también la restricción de la comunicación al logro de una coordinación dirigida a fines establecidos (...) La experiencia estética prospera hasta ocupar el puesto central, porque en ella se puede mostrar la aptitud del mundo para ser experimentado con sentido. El arte es el intento creativo de conferir sentido al mundo mediante la apropiación creativa de las posibilidades de idealidad contenidas en él. Y la acción puede ser satisfactoria en sí misma, y no en unos puntos finales fugados al infinito, cuando su significación está empapada de significado ideal. La noción enfática de democracia que Mead y Dewey usaron durante toda su vida, expresa el ideal de un orden social y de una cultura en los que la formación colectiva de los procesos de la vida en común se aproxima a este ideal de un sentido experimentable”(Joas, 1992: pp.284-285) . Si hemos abusado de la reproducción literal es porque nos parece que las palabras de Joas son un buen modo de tentar a la lectura de este texto. Esperemos que así sea. |
Esteban
Laso Anna
Vitores |
LA NATURALEZA DE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA
[1]’
[2] El ser humano vive en un mundo de Significado. Lo que observa
o escucha refiere a lo que puede o ha de manipular. Toda percepción tiene por
objeto inmediato aquello que podemos aferrar. Si, tras sortear la distancia
que nos separa de lo que hemos escuchado o visto, no encontramos ninguna cosa
que manosear, la experiencia es ilusoria o alucinatoria. El mundo de la realidad
perceptual, de las cosas físicas, es el mundo de nuestros contactos y manipulaciones;
y la experiencia visual o auditiva más ajena se refiere ante todo a estas cosas
físicas. Las cosas físicas no son sólo el significado de lo que vemos
y escuchamos; también son los medios que empleamos para conseguir nuestros fines.
Son mediadoras por partida doble. Constituyen el significado de lo que yace
entre nosotros y nuestros horizontes más distantes, y son los medios e instrumentos
de nuestras empresas. Se interponen entre los distantes estímulos que propician
nuestros actos y los goces o decepciones que los concluyen. Son las metas inmediatas
de nuestros ojos y oídos, y la materia instrumental que encarna nuestros propósitos
y finalidades. Así, por un lado, contituyen las crudas realidades de la
ciencia; y, por el otro, la materia prima de nuestras fantasías, la sustancia
de la que están hechos los sueños. Tal vez la forma más impactante de describir el pensamiento
occidental postrenacentista sea indicar que ha separado estas dos facetas esenciales
del mundo volviéndolas inconmensurables. La ciencia nos informa con creciente
precisión de la naturaleza de los elementos fundamentales de la matería y de
la energía de los que está hecho el universo, y de cómo cambian. El mundo que
nos recompensa o derrota, que nos seduce o repele; nuestros éxitos y frustraciones,
nuestros deleites y angustias; lo que en nuestro esfuerzo es finalmente significativo
y valioso, la belleza, la gloria y los sueños, no pueden formularse en el lenguaje
de la ciencia exacta; y tampoco hemos hallado ninguna lengua vernácula común
en la que podamos discutir sobre el mundo de las cosas físicas y de los valores
que, después de todo, sostienen. Esta brecha entre la definición de las cosas que constituyen
los medios, y los fines y valores que aquellas encarnan, no se limita a la descripción
de los instrumentos físicos y sus usos: también divide el ámbito de las ciencias
sociales. Ha hecho de la economía una ciencia sombría. Ha mecanizado y anatomizado
la psicología. Ha vuelto utilitarista a la ética y esotérica a la estética. No hay fórmula filosófica, por novedosa que sea, que cierre
la brecha; aunque una visión suficientemente profunda puede exorcizar esas oposiciones
metafísicas que, al congelarse, han devenido realidades aceptadas; y mostrar
que esta brecha es la misma que distingue la técnica generalizada de la vida
de los fines y propósitos que hemos sido capaces de formular. Estamos todos inmersos en complejas actividades sociales
cuyos cumplimientos yacen mucho más allá de nuestra apreciación. La historia
deberá desentrañar las ramificaciones de las innumerables acciones cooperativas
que vuelven significativa y deseable la experiencia; pero las experiencias individuales
que han contribuido a este fin nunca compartirán esta trascendencia. A un tiro
de piedra podemos ver el rutinario trabajo de incontables manos y mentes desinteresadas,
que extraen de minas y fábricas los bienes por los que los seres humanos pierden
su riqueza y a sí mismos, y en cuyo disfrute se reúnen intereses incompatibles
en su confección. Esta es, de hecho, la definición misma de “trabajo rutinario”:
la producción de bienes a ciegas, aislada de la interpretación o la inspiración
de su usufructo común. Es una tragedia de la sociedad industrial que la división
del trabajo, pueda explotar la naturaleza social de la producción técnica del
ser humano, de una forma tan anticipada a su disfrute en común, que toda la
significación que es propia de nuestro trabajo manual
sea ajena a su ténica de elaboración. La inspiración de las religiones universales, de la democracia
política y, ahora, de la democracia industrial ha sido devolver algo del logro
universal, del festival solemne, del disfrute en común, a las actividades monótonas
y solitarias que hacen posible la comunidad sagrada, el estado, la sociedad
cooperativa y todos los demás significados que llamamos con vaguedad “sociales”
y “espirituales”. En esta intersección de lo que el profesor Dewey ha llamado
“lo técnico” y “lo final”, este intento de captar la culminación de los esfuerzos
del hombre en sociedad por infundir significado a los pequeños detalles de su
existencia, es que se puede aislar la experiencia estética como una etapa separada.
Su principal característica es su poder para capturar el placer que corresponde
a la culminación, el resultado, de una empresa; y para imprimir a los implementos
y los actos que la componen algo del éxtasis y satisfacción que sucede al éxito. La beatitud que permea el esfuerzo cotidiano de los hombres
en pos de la salvación divina pertenece a la catedral. El deleite que sigue
a la adecuación del propio cuerpo a sus reacciones a los elementos del paisaje
se vierte sobre el paisaje mismo. El placer que imbuye nuestra reacción corpórea
y social a la forma humana otorga inspiración a la estatua. La felicidad que
anima los movimientos armoniosos corre a través de la danza. Y crear un objeto
que capture este placer de la consumación es la hazaña del artista. Introducirse
en él, en naturaleza y arte, de modo que los significados que disfrutamos de
la vida tomen parte de la cotidianidad es la actitud de apreciación estética. He presentado la experiencia estética como parte del intento
de interpretar la compleja vida social en términos de las metas a las que se
dirigen nuestros esfuerzos. Algunas de las demás partes son las empresas religiosas,
políticas, educativas, higiénicas y técnicas, que pretenden atisbar el futuro
de nuestros haceres diarios para seleccionar y modelar los fines que nos permitan
entender y conducir nuestra conducta inmediata. Estas empresas no acarrean la
satisfacción que pertenece a los desenlaces: les afectan los intereses de amoldar
medios a fines, de esculpir y poner a prueba hipótesis, de inventar y descubrir,
de ejercitar la artesanía y de aventurarse apasionadamente en cualquier entorno
aún no hollado. Son la provincia de la acción, no de la apreciación. Nuestra
experiencia afectiva, la de las emociones, las aficiones, el placer y el dolor,
la satisfacción y la insatisfacción, puede dividirse a grandes rasgos entre
el hacer y el disfrutar y sus
opuestos; y es esto lo que atañe a las finalidades que caracterizan la experiencia
estética. Y las actitudes intelectuales correspondientes son también
marcadamente distintas. En lo que toca al ajuste entre medios y fines, el uso
de herramientas y la adecuación de personas y cosas a la consecución de propósitos,
prestamos atención sólo a lo que promueve la tarea, miramos y oímos sólo para
reconocer y usar, y saltamos del reconocimiento a la operación; mientras que
en la apreciación contemplamos, nos holgamos y descansamos en nuestras representaciones.
El artesano que se detiene para advertir la hermosa perfección de una máquina
o herramienta ha interrumpido su uso para apreciarla y se encuentra en un ánimo
estético. No le interesa su empleo: únicamente disfrutar de ella. El estadista
que abandona la construcción de discursos, el ordenamiento de estadísticas,
el enfrentamiento con la oposición política y todo el resto de técnicas para
empujar sus proyectos de mejorar las condiciones de vida de los niños para imaginar
las saludables y deleitosas vidas de estos ya no se encuentra inmerso en la
acción. Está saboreando el fin que pretende acomodar a la política práctica.
Cuando uno interrumpe su labor cotidiana para sentir el apoyo de sus colegas,
la lealtad de sus defensores, la respuesta de su público; para disfrutar la
comunidad de la vida en familia, o en la profesión, el partido, la iglesia o
el estado; para, en suma, percibir a la manera de Whitman la comunión de la
existencia, su actitud es estética. En las artes se muestra en la decoración
apropiada, que infunde la estructura y ornamento de la herramienta con el espíritu
de su significado, vivifica nuestro aparataje y nuestros esfuerzos de intermediación
con la significación y esplendor de sus logros. Añade distinción a la utilidad
y poesía a la acción; “el placer de los pensamientos elevados, la sublime intuición
de algo profundamente entrelazado” con nuestros mejores y más consumados esfuerzos.
Aparece en latidos saludables en medio de las acometidas más extremas: cuando
dejamos de escalar una montaña para hacer acopio, no sólo de aire y descanso,
sino del encanto y la magnificencia que cada nueva etapa revela. Desde tiempos
inmemoriales, los seres humanos le han dedicado festivales y ocasiones solemnes. En tanto que esta actitud estética que acompaña, inspira
y dedica las acciones comunes encuentra su final en el logro futuro, el material
que labra su significación y belleza es histórico. Incluso el ingenio más creativo
debe tomar prestada su materia prima de las bodegas y canteras del pasado. Toda
historia es interpretación del presente: esto es, nos brinda no solamente la
dirección y tendencia de los eventos, las leyes y uniformidades fiables de los
asuntos, sino también la irrevocabilidad del patrón de lo sucedido, patrón en
el cual pueden incorporarse los objetos que, aún inciertos e insustanciales,
esperamos obtener. Introducimos las finalidades de las victorias y derrotas
pasadas a las finalidades del futuro indefinido. La solidez, claridad y especificidad
de nuestras empresas son ofrendas del pasado. Todo esto es saludable, y normal. En su perfección alcanza
el campo de las bellas artes; pero involucra también la imaginación creativa
y apreciación estética de los menos artísticamente dotados entre los que se
dedican con buena fortuna a las tareas de la vida. Mas quienes son capaces de
imbuir su actividad de la experiencia estética deben estar adecuadamente comprometidos
con empresas gratificantes. Esto va más allá de la mera adaptación de medios
a fines, de la mera construcción cooperativa de los bienes comunes. El disfrute
de su uso final debe venir sugerido en cada paso intermedio de su producción
y fluir con naturalidad en el oficio que lo produce. Esto es lo que brinda el
júbilo a la creación: pertenece al trabajo del artista, del científico investigador,
del ducho artesano capaz de seguir a su obra hasta el final. Pertenece a los
esfuerzos coordinados de muchos, cuando cada trabajador evoca en la tarea común
el rol del otro; cuando el sentimiento de “juego en equipo”, de espíritu de
cuerpo, impregna las actividades. En esta situación, los procesos intermedios
pueden coronarse con algo del deleite de la consumación. Desafortunadamente, este deleite está ausente de la mayor
parte del trabajo en la sociedad moderna, industrializada y competitiva. Pero
la sed de placer sigue viva, y la imaginación está privada de su función normal.
Cuando la meta se encuentra muy lejos en el tiempo y en la forma de abordaje,
la imaginación salta abruptamente a las satisfacciones finales que no se pueden
mezclar con los tediosos detalles de la preparación; y el fantaseo sobreviene
y trunca el ímpetu de la acción. En la creación, el deleite estético normal
es la recuperación del sentido de la meta final en el logro parcial que asegura
el interés de la tarea. Es precisamente la falta de vínculo entre medios y fines
lo que, en el fantaseo, conduce a un festín ilusorio de un fin que se expresa
en términos de sus medios. Lo que hacemos al apreciar estéticamente la obra
de los grandes artistas es capturar los valores que los insuflan, los que movilizan
y explican nuestro interés en vivir y actuar. Tienen un valor permanente porque
son el lenguaje del disfrute al que los seres humanos pueden traducir el significado
de su existencia. Pero las bellas artes nunca han sido el lenguaje dominante
del corazón humano; incluso antes de la revolución industrial y de la introducción
de la producción mecánica, el trabajo tedioso ocupaba la mayoría de las manos
humanas y el ensueño (el reino del fantaseo) era el mecanismo ubicuo para huir
del agobio. Resulta simplista y tonto ofrecer recetas de perfeccionamiento,
querer que ( mediante la extensión de la así llamada “cultura”) los objetos
consumatorios de las fantasías humanas sean sustituidos por la imaginería de
los grandes artistas, o reemplazar la producción mecánica con la artesanía medieval.
Desde luego, nadie se aventura a sugerir tales programas; pero podrían tener
justas consecuencias, considerando el carácter estético del fantaseo y la medida
en que los seres humanos han arremetido contra las máquinas industriales que
aplastan el impulso artístico. Desde la perspectiva de la patología, la psicología
freudiana, al menos, ha reconocido la importancia del fantaseo como ruta de
escape; mientras que el trabajo organizado ha hecho evidente que la inclusión
de las labores repetitivas en las fábricas ha elevado su valor social sacándolo
del terreno del puro esfuerzo doloroso. En las condiciones más favorables (no podría hablarse de
“condiciones normales”), el trabajo
de una persona debería ser interesante en sí mismo; y el atisbo de la totalidad
que está construyendo debería crecer con la obra, ofreciéndole un placer estético
distinto del interés inmediato en la operación. La imaginería que permitiría
esto debería surgir del fantaseo; mas, en la ausencia de estas condiciones favorables,
es muy probable que su mente se inunde con escenas de deseos saciados que respondan
a los “complejos de inferioridad”. Es cierto que sólo en la medida en que podamos
dotar al ser humano del don del artesanado, del impulso creativo en cualquier
dirección, y darle la oportunidad para expresarlo, sólo en esa medida le brindaremos
la posibilidad de disfrutar del deleite estético en medio de su labor; pero
siendo la humanidad y la sociedad lo que son, puesto que aquello es francamente
imposible, el placer estético se añadirá al trabajo sólo hasta el punto en que
sea posible introducir en él un interés creativo. Por otro lado, en palabras del profesor Dewey, “la experiencia
compartida es el mayor de los bienes humanos”; y si del trabajo tedioso que
las personas realizan en común surge un fin social en el que estén interesadas,
obtendrán placer al lograr este fin; y en la medida en que este fin involucre
las tareas mismas, la dignidad y el deleite de la realización social impregnará
dichas tareas. Esta socialización de la industria, para la cual los socialistas
han presentado un proyecto harto imposible, ofrece el escape último de la faena
tediosa. Toda invención que acerca a los seres humanos de modo que puedan percibir
su interdependencia e incrementar su experiencia compartida; que les haga más
fácil ponerse en la piel de los demás; toda forma de comunicación que les permita
participar de las mentes de los otros, nos acerca a esta meta. Mientras nos
maravillamos de las nuevas invenciones que nos permiten entrar en las experiencias
de los otros, tal vez fallamos a la hora de darnos cuenta de la presión, inconsciente
y subrepticia, del individuo aislado en la sociedad moderna. Está aislado aquel
que pertenece a un todo que no es capaz de reconocer. Hemos caído presos de
una sociedad tan compleja que cada una de sus partes es necesaria para la supervivencia
de las demás, pero tan grande que carecemos de la experiencia compartida que
sería de esperar en estas circunstancias. La presión sobre los inventores no
cesará hasta que el aislamiento del ser humano en la sociedad sea superado. Dos mecanismos han puesto ante nuestros ojos el patrón del
fantaseo humano: la prensa y el cine. Con maravillosa precisión, han copiado
el tipo de suceso y la clase de imaginería que se ocultan en la mente del hombre
promedio y llenan los intersticios de la conducta visible, enfatizando y expandiendo
lo que se necesita para transformar la fantasía en algo palpable y vívido. Desde luego, la prensa tiene otras funciones también, la
más importante de las cuales es suministrar noticias. La sociedad adquisitiva
asume que la noticia es un bien valioso por sí mismo: se está dispuesto a pagar
por ella. Su valor depende de su veracidad. Teóricamente, el periódico que garantice
el valor de sus bienes tendría que desplazar a sus competidores: pero suponer
esto es contar las ganancias sin haber hecho la venta. En ciertos ámbitos limitados,
la veracidad de las noticias determina su valor: es el caso del mercado de valores
y de los sufragios. Pero a medida que se aleja uno de ellos, menos impera la
exactitud y más la disfrutabilidad o valor consumatorio de las noticias. El
reportero ha de hacerse con “una historia”, no con “los hechos”. Más aún: los
periódicos son órganos, órganos de grupos bien definidos; y demandan que las
noticias se acoplen a los fines que estos grupos persiguen. Es este dominio
del fantaseo, de los resultados placenteros imaginables, lo que dicta la política
de la prensa diaria. El que esta formulación del resultado disfrutable cumpla
o no una función estética depende de si la narración de la noticia (expuesta
en su forma aceptable para el grupo al que sirve) permite al lector interpretar
su experiencia como la experiencia compartida de la comunidad de la que se sabe
parte. La imaginería deleitosa puede sumergirse en los impulsos animales de
ganancia, sexo u odio; pero en la medida en que mantenga el llamado “interés
humano” (o el de la nación, la ciudad o la clase) servirá para otorgar al ser
humano la gratificación de su experiencia como algo compartido en la sociedad
a la que pertenece. Y, después de todo, son estas las formas que determinan
su interpretación de la experiencia social. Evidentemente, estas formas cambian y, si se quiere, progresan,
a medida que el grupo al que pertenece el periódico toma su lugar en los intereses
más amplios de la comunidad. No tiene por qué perder su individualidad; pero
se vuelve funcional en un sentido creativo: la dirección de un periódico puede,
si es hábil, dirigir también a sus lectores; pero nunca puede alejarse de la
forma que sus fantaseos imponen a las noticias. Prefigurado en las secciones gráficas de la prensa, el cine
externaliza la fantasía aún más vívidamente. Y goza de un atractivo único: intensificar
un cierto tipo de disfrute, que en el fantaseo permanece adormecido. Nuestras
imágenes visuales son evanescentes, incompletas y caprichosas. Nuestro pensamiento
sigue la forma de una conversación; pero el significado de las palabras depende
de las imágenes que evocan. Muy excepcionalmente, las imágenes del pasado se
agolpan en la imaginación; en gran parte para colmar la percepción (como en
la lectura o el reconocimiento de objetos), no para satisfacer la “mirada interior”
que infundía éxtasis a la soledad de Wordsworth. El movimiento que animó las
imágenes del visor estéreo brindó a la comunidad un placer que había deseado
ardientemente. Pero a la vez que la película exalta este placer (del que la
naturaleza nos ha dotado con suma frugalidad), minimiza el valor significativo
de la imaginería que despliega. No se presta fácilmente a la experiencia compartida.
La película no tiene esa audiencia creativa que inspira a los grandes actores
sus discursos más conmovedores. Bajo el hechizo del orador, uno se encuentra
en la perspectiva de toda la comunidad; pero la imagen se contempla bajo la
propia perspectiva solamente. No hay contraste más llamativo que el de, por
un lado, los miembros aislados de la compacta audiencia del cine y, por otro,
los lectores que comentan la prensa matutina a la hora del desayuno. Es, por tanto, razonable suponer que la película está dominada
por los aspectos más privados y particulares del fantaseo: esto es, los valores
del escapismo. Pues al tiempo que el fantaseo nos ofrece imágenes de valores
comunes, de experiencias consumatorias compartidas, también nos tienta con la
compensación para nuestras derrotas, nuestras inferioridades y nuestras debilidades
más inconfesables. Y lo que el común de las películas ventilan son los anhelos
ocultos e insatisfechos del hombre y la mujer promedio: anhelos asaz inmediatos,
simples y primitivos. Esto no deja de ser consolador. Las derrotas (que, de
este modo, son confesadas sin darse cuenta) no frustran los impulsos más generosos.
Antes bien, la sociedad moderna rechaza lo que es más primitivo en nosotros.
Así que, como mínimo, y a juzgar por este criterio, es de suponer que aunque
los intentos de los seres humanos por obtener los bienes sociales se vean truncadas,
la experiencia compartida del esfuerzo en sí mismo tiene su recompensa: no da
lugar a complejos de inferioridad. La película no expresa sólo valores compensatorios
y escapistas; pero creo que son los dominantes, que se ajustan al gusto del
público y que, por ende, determinan los temas para la mayoría de filmes. Uno no puede dejar de observar con curiosidad el efecto
que esta súbita liberación de la función de la fantasía tendrá en la comunidad.
Puede que la persona que se ríe de las trastadas de Chaplin esté buscando compensar
alguna reprimida y primitiva tendencia de infligir sufrimiento a sus enemigos.
Pero ¿es posible que la aparición de una situación en que gozar, sin ser censurado,
del terror y el pánico de otro avive el atávico impulso y endurezca a la persona
al padecer ajeno? No lo creo. Creo que la experiencia es más bien una catarsis
(para usar la frase aristotélica) que una regresión. Pues el alfeñique que contempla,
con placer compensatorio, a Douglas Fairbanks aniquilando una caterva de hampones
no se vuelve más atrevido. Pero debe sufrir una especie de liberación (y de
alivio de las restricciones) en virtud de la satisfacción del deseo escapista
con una riqueza de detalles que la propia imaginación nunca podría ofrecer.
Si estas reacciones de escape juegan un papel a la hora de estar en paz con
uno mismo (y yo creo que así es), su elaboración más allá del punto en que la
imaginación se queda corta debe enfatizar tal función; y la experiencia será
genuinamente estética. Pero sea o no la reacción escapista un interés primordial
en la selección de filmes por parte del público, este motivo no afecta a una
gran parte de este. Algunos gustan simplemente de las historias que se cuentan
con imágenes, del amor por la aventura y la belleza de los escenarios naturales.
Las excursiones satisfacen más o menos los mismos valores. El efecto genuinamente
estético ocurre cuando el placer sirve para poner de manifiesto los valores
bajo los que se vive. No puede haber efecto estético si el único atractivo de
una imagen es su lubricidad: la imagen es carnal, no sensual. No origina la
búsqueda de placer en otras cosas, ni goza del significado que conduciría a
su disfrute: lo extermina todo excepto la respuesta inmediata. Para terminar, quisiera referirme de nuevo a este incipiente
fenómeno del fantaseo humano que la prensa y el cine ponen ante nuestra vista.
Tenemos derecho a considerarlo como un fenómeno puramente privado, como los
inconstantes devaneos de una persona entre las ideas, el significado y las imágenes
(un fenómeno grotescamente presente en el Ulysses de Joyce quizá más que en ninguna
otra obra literaria). Ciertamente, está infectado de privacidad, y por tanto
sujeto a la desintegración. Pero se vierte en los significados universales del
discurso común y el esfuerzo cooperativo; y de aquí nacen las formas universales
de belleza, las intuiciones del inventor, las hipótesis del científico y las
creaciones del artista. Es aquella parte de su vida interna a la que el ser
humano no puede dar el significado que debería en virtud de la incompletud de
la organización social. Señala el aislamiento del ser humano en la sociedad.
Los periódicos y las películas desnudan este ámbito privado: hemos denunciado
su vulgaridad. Sin embargo, es mejor vivir con nuestros problemas que negarse
a verlos. [1]
Este trabajo fue publicado por primera vez en, International Journal of Ethics
36(1926),pp. 382-92.(Nota de los traductores). [2]
El texto no contiene ningún agradecimiento explícito al profesor Dewey; pero
el lector familiarizado con su Experience and Nature puede atestiguar que fue
escrito bajo su influencia. (Nota del autor) [i] Destacamos
como aportaciones centradas en Mead: Lamo de Espinosa,E. (1978) “Libertad y
necesidad en la ciencia social. La aportación de G.H.Mead”, en Jiménez Blanco,J.Moya
Valgañón, C.Teoría sociológica contemporánea, Madrid: Tecnos; González de la
Fe, T.( 1985). “Relevancia y actualidad del pensamiento de Mead”, Gavagai 1
(1), así como el capítulo dedicado a Mead del manual Blanco, A.(1988) Cinco
tradiciones en psicología social. Madrid: Morata.(pp.166-222) [ii] Sánchez de
la Yncera (1994).La mirada reflexiva de G.H. Mead. Sobre socialidad y comunicación.
Madrid: CIS. 2ª edición de octubre de 1994 que corrige y amplía la primera,
Interacción y comunicación. Aproximación al pensamiento de Mead, editada en
Pamplona por Eunate Ediciones, en enero de 1990. En referencia al olvido de
Mead en la recuperación actual del pragmatismo, cabe señalar que este autor
situa en Mead, antes que en Pierce y en James —incluso antes que en Dewey— el origen del pragmatismo
norteamericano (pp.22-73). [iii] De entre
las recopilaciones parciales que existen, la obra dirigida por Anselm Strauss
sigue considerandose una buena antología de sus textos: Strauss,A. (ed.) (1964).
George Herbert Mead on social psychology. Chicago: University of Chicago Press. [viii] Este artículo
se publica un año después y en la misma revista (International Journal of Ethics)
que “The Genesis of The Self and Social Control”( existe trad. castellana: “La
génesis del self y el control social”, REIS 55, pp. 165-186, 1991) un artículo
que sirve de reconsideración de algunos de los aspectos centrales de la obra
de Mead, y de perfecto complemento a “La Naturaleza de la Experiencia estética”. [ix] Joas,H(1992).ob.cit.
pp.283-286