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Manolo Vázquez Montalbán nació a la literatura con la poesía.
Una educación sentimental, su libro iniciático -que
escribió en la cárcel-, apareció en El Bardo en 1967. Con
él puso de relieve que era posible investigar en el lenguaje,
buscar nuevas formas de expresión, renovar y, a la vez, hablar
de las emociones colectivas, arañar en la piel de la memoria,
aunar, en el espacio del poema, la cultura popular y la cultura
más elaborada. Concha Piquer podía convivir con T. S. Eliot;
los rostros vencidos en la sala de espera de un consultorio
del "seguro obligatorio de enfermedad", con Françoise Hardy,
y el preso político, con Ella Fitzgerald.
Quien pocos años después se convirtió en el novísimo senior
por excelencia de la antología de Castellet, ofrecía la cara
crítica, hecha con la fibra de la conciencia más lúcida de
su generación, de una renovación poética que pretendía la
prevalencia, en el poema, de la cultura sobre la vida. Manolo
nunca, ni siquiera en los años setenta, tiempo de esplendor
del culturalismo, lo vio así. Desde sus primeros versos, vida
y lenguaje convivieron en su poesía, mantuvieron -mantienen-
una relación dialéctica. Tras aquel memorable primer libro,
Manolo publicó Movimientos sin éxito (1969) -también
escrito, en su mayor parte, en la cárcel-, una reflexión acerada
sobre la realidad fragmentaria del mundo contemporáneo.
La poesía amorosa, amor a la intemperie, amor vivido y vívido,
construido al calor de los empeños colectivos y bajo el frío
de unas calles inciertas, se hizo poema en A la sombra
de las muchachas sin flor (1973), y el otro amor, el que
siempre proclamó hacia la generación amputada de sus padres,
a los derrotados en abril del 39, floreció en las Coplas
a la muerte de mi tía Daniela (1973). La Barcelona mestiza,
territorio mítico de su narrativa, también se hizo presente
en su poesía: la llamó Praga (1982) para metabolizar
el desconcierto, la perplejidad que le produjo la invasión
soviética de Checoslovaquia en 1968. Y a ella volvió al cabo
de los años. Se encontró entonces con la Barcelona que, muchos
años antes, había sido el núcleo de un poema titulado La
ciudad, e hizo de éste, a su vez, el centro de
su último poemario publicado, Ciudad (1997), y la almendra
entre dulce y amarga -más amarga que dulce- de su novela El
estrangulador.
No puedo separar el mundo poético que creó, hecho de imágenes
rotas (siempre la sombra de Eliot), de seres humildes, de
apelaciones a la cultura, de crítica histórica, de compasión,
de memoria, de deseo, de la imagen del propio Manolo leyendo
poemas inéditos, versos que hablaban de la madre amada y muerta,
un día de julio de 2002. Fue en Priego, con motivo de un curso
de verano. Durante la comida confesó que hacía mucho tiempo
que no acudía a hablar de poesía, a leer su poesía, simplemente
porque no se le llamaba para ello. En el fondo estaba aludiendo
a la raíz de su vocación literaria: él se consideraba, por
encima de todo, poeta. Así lo afirmó en no pocas ocasiones
y así lo expresó, según cuenta en el prólogo a su poesía completa
Josep María Castellet, en septiembre de 1985, durante un seminario
en Sitges cuando, ante la alocución interminable y metafísica
de un filósofo italiano sobre la posmodernidad, Manolo dijo
en voz baja, casi inaudible: "Mire usted, yo soy un poeta...".
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