Ediciones ilustradas del "Quijote"
La más antigua representación en que todavía hoy identificamos en seguida a don Quijote y a Sancho –el caballero con la bacía por yelmo y el escudero “entremetido en espolear a su asno”, sobre un paisaje a cuyo fondo giran las aspas de un molino de viento– se encuentra al frente de La seconde partie de l’histoire de l’ingenieux et redoutable chevalier Don Quichot de la Manche (París, 1618), traducida por François de Rosset. Pero, aparte viñetas ocasionales y portadas más o menos análogas a esa, el conjunto del Quijote no fue objeto de una serie de ilustraciones relativamente completa hasta llegar a la versión holandesa de Lambert von der Bos impresa por Jacobo Savry (Dortrecht, 1657), que se adorna con dos frontispicios y veinticuatro grabados en cobre debidos a Salomón Savry.
De ahí tomó Juan Mommarte la idea de los dos elegantes volúmenes que publicó en Bruselas, en 1662 [núm. 5], “para que –según declaraba– no sólo los oídos, sino también los ojos tengan la recreación de un buen rato y entretenido pasatiempo”. Pues, por primera vez en una tirada en castellano, el texto iba de la mano “con diferentes estampas muy donosas”, correctamente cortadas, al parecer por un cierto Bouttats, según los modelos de Salomón Savry. En la edición de 1662, las tales “estampas” se limitaban a sendos frontispicios y ocho láminas en cada parte; pero en la reimpresión realizada unos años después por Juan Bautista Verdussen (Bruselas, 1673), se añadieron otras dieciséis: ocho copiadas de la traducción holandesa y ocho ideadas (y firmadas) por el mismo Bouttats.
Las innovaciones de Bruselas tuvieron pronto reflejo en España con la edición de Madrid, 1674 [núm 6], en cuyo texto se entreveran treintaidós grabados de Diego de Obregón (veintiuno de acuerdo con el patrón de Bouttats y once de invención propia). En tiempos, el trabajo de Obregón fue juzgado con alguna dureza, pero hoy parece abrirse camino firme la opinión, para nosotros nada dudosa, de que, si el grabado es de técnica inferior al de las impresiones flamencas, el trazo, la expresividad y el movimiento son harto más excelentes en los dibujos madrileños.
Sea como fuere, con la ediciones de Bruselas la gran novela cervantina cobró un rumbo nuevo y durante cerca de dos siglos se convirtió en un libro inconcebible sin ilustraciones, un poco en la órbita de la aleluya o el tebeo, porque el público se había acostumbrado “a ver siempre la historia de don Quijote con láminas” (así lo señalaba en 1782 la Real Academia Española); y las tales láminas, “donosas” o penosas, que se fueron repitiendo sin cesar una impresión tras otra (véase, por ejemplo, la de Madrid, 1734 [núm. 7]), determinaron un peculiar enfoque del texto, no menos influyente, si de modo distinto, que las lucubraciones que en otro momento le dedicaron los románticos alemanes.
Concretamente a lo largo del siglo XVIII, las ediciones del Quijote siguieron dos líneas divergentes en su materialidad y convergentes en su resultado. Por una parte, la mera evolución material de la obra hace patente que entre 1674 y 1751 el público va ensanchándose por la base y el Quijote, de ser producto para aficionados de alguna holgura económica, se vuelve por momentos más popular: ahora es un libro necesariamente ilustrado, inconcebible sin las estampas que captan a los lectores menos refinados y les proporcionan unas pautas de comprensión.
Esa es aún la vía más transitada en la segunda mitad del Setecientos. En 1744, P. Gosse y A. Moetjens publican en El Haya cuatro deliciosos tomitos en que los pulquérrimos grabados se inspiran en los cartones de Carlos Antonio Coypel para los tapices de Compiègne [núm. 8]. De ahí viene el segundo gran giro que la tipografía flamenca provoca en la trayectoria del Quijote, pues de ahí, obviamente, y de los “muchos sujetos apasionados” de la novela (“no hay persona de mediano gusto que esté sin ella”) le llega a Juan Jolís la idea de divulgarla también en otros tantos volúmenes similares (Barcelona, 1755), “pues con esto se logra el poderse traer consigo en el paseo o en el campo, en donde puede entretenerse el curioso” [núm. 9]. Claro que los tipos, aunque legibles, no son ahora los limpísimos de El Haya, ni las estampas son los exquisitos cobres tomados de Coypel, sino unos rudos tacos de madera con la enésima variación, más depauperada si cabe, y a través de quién sabe cuántas otras, de los dibujos de Bouttats y Obregón. Pero la idea tuvo una espléndida acogida, y, pese a las inevitables imitaciones (así la de Barber, en Tarragona), durante cuatro lustros la familia Jolís siguió tirando miles de ejemplares del Quijote de la casa. Desde 1765, sin embargo, y sobre todo entre 1777 y 1782, el mercado ‘de faltriquera’ se vio ocupado en gran parte por la decena de impresiones exactamente del mismo estilo que difundió en Madrid el ambicioso y emprendedor Manuel Martín [núm. 10]. A lo largo de treinta años, el triunfo del nuevo modelo de surtido, con cuatro volúmenes en octavo, en vez de dos en cuarto, fue rotundo. Jolís y Martín, nombres diminutos en los anales de la tipografía, dieron al Quijote “el vuelo mayor que nunca tuvo y lo convirtieron en un objeto de consumo” (E. Rodríguez-Cepeda), consagrándolo, con mucho, como el más querido de los clásicos españoles.
Por otro lado, y en cierta medida por el apoyo de esa vasta difusión popular, el Quijote fue adquiriendo un indiscutido estatuto de clásico, y como tal, publicándose en ediciones exigentes desde el punto de vista textual, provistas de prólogos y complementos eruditos, y ornadas con ilustraciones de la máxima calidad artística.
El pionero en esa segunda línea fue el suntuoso Quijote en cuatro tomos, en cuarto real, impecablemente impresos en Londres “por J. y R. Tonson”, con fecha de 1738 y bajo el mecenazgo de Lord John Barón de Carteret [núm. 11]. La obra se abría con una vida de Cervantes escrita ex profeso por don Gregorio Mayans y Siscar, y contenía sesenta y ocho grabados, casi todos de Vanderbank, de limpísima factura. No otra fue la edición que la Real Academia Española tomó como punto de referencia cuando decidió “hacer una impresión correcta y magnífica del Don Quijote”, al cabo aparecida en 1780, en cuatro espléndidos volúmenes en folio menor, estampados por Ibarra con los hermosos tipos fundidos ad hoc que todavía llevan su nombre, y sobre papel fabricado especialmente en Borgonyà del Terri por Josep Llorens [núm. 12].
“El principal cuidado de la Academia” era “dar al público un texto del Quijote puro y correcto”, pero no menor interés y desde luego mayor trajín ocasionó en la docta casa la preparación de las ilustraciones, encargadas a los más prestigiosos artistas del momento (Manuel Salvador y Carmona, Fernando Selma, José del Castillo...), quienes debían mantener en particular la fidelidad a “las pinturas [es decir, las descripciones] que hace Cervantes” y a “los trajes” y enseres “que usaron en los siglos XV y XVI”. Y, para aligerar la tarea, la Academia Española, en julio de 1776, solicitó a la de San Fernando que se ocupara en “disponer que se hagan las láminas lo mejor, lo más breve y lo menos costoso que sea posible”.
Siguiendo estas dos modélicas ediciones, aparecidas en Londres y Madrid, los últimos años del siglo XVIII vieron aparecer un buen número de impresiones en los que se intentaron conjugar erudición, buen oficio editorial y manejabilidad. Así se explica la aparición de las nuevas ediciones de la Real Academia, publicadas en Madrid en 1782, en cuatro tomos, y en 1787, en seis [núm. 13], en las que se corrigieron algunos pasajes de la primera, se redujo ligeramente el formato y se sustituyeron las primeras ilustraciones por otras nuevas. O la edición de Juan Antonio Pellicer, aparecida en Madrid entre 1798 y 1800 [núm. 14], en la que a una profunda revisión del texto se unió la idea de dividirlo en nueve preciosos volúmenes en dozavo, ornados con unos deliciosos grabados en miniatura.
A lo largo del siglo XIX se fueron manteniendo ambos estilos de publicación: el popular, destinado a la venta masiva, y el planeado con el mayor detalle, atendiendo tanto a la calidad del texto, a la mejor realización editorial y a las ilustraciones que lo podían acompañar, Hay que resaltar, sin embargo, que gracias a las nuevas técnicas de reproducción, las mejores ilustraciones no tardaron en convertirse en elementos tan populares como el propio libro.
Heredera directa de las grandes ediciones del XVIII se puede considerar la realizada por Tomás Gorchs en Barcelona, 1859 [núm. 15]. No sólo fue la primera edición verdaderamente “crítica” de la obra hecha hasta el momento, sino que todo en ella estaba pensado para convertirla en insustituible: gran formato, buen papel, impresión impecable... De igual manera, las láminas se encargaron a los mejores dibujantes y grabadores del momento. En líneas generales, esa fue la línea que adoptaron todas las grandes ediciones del Quijote que se realizaron hasta bien entrado el siglo XX. Así es como se explica el aluvión de grandes artistas nacionales y extranjeros que, durante esos años, se ocupó de ilustrar esta obra. Entre muchos otros, dos nombres son insustituibles: los de Gustave Doré y Daniel Urrabieta Vierge.
Las ilustraciones de Doré aparecieron por primera vez en una traducción francesa de 1863 y, de inmediato, se convirtieron en las favoritas del gran público. Pronto se multiplicaron sus reproducciones, desde la segunda edición (París, 1869), en un formato menor [núm. 16], hasta nuestros días.
Las de Daniel Urrabieta Vierge, por su parte, renovaron completamente la forma de ilustrar la novela, hasta entonces encorsetada por un academicismo más o menos realista. Se recogieron por primera vez en una traducción inglesa de 1904, pero hubo que esperar hasta 1916 para que también fueran reproducidas en España [núm. 17].
A lo largo del siglo XX han sido muchos los grandes artistas que nos han legado su particular visión del Quijote. Es el caso de José Segrelles [núm. 18], Salvador Dalí [núm. 19] o Antonio Saura [núm. 20], quienes volcaron sobre la novela su propio mundo de fantasía y ensoñación. Más modernamente han hecho lo mismo Manolo Valdés [núm. 21], Matías Quetglas [núm. 22] o Eduardo Arroyo [núm. 23]. Aunque estos tres últimos autores no han acometido un programa completo de ilustración del Quijote, sino que se han limitado a plasmar aquellos personajes o episodios que les resultaban más atractivos, podemos considerar las suyas como las últimas imágenes del Quijote que nos ha legado el arte.
Francisco Rico