ALTAMIRA

A los amigos de Altamira

El arte está en decadencia desde la edad de las cavernas

Joan Miró

 

I

Pienso ahora en esta mano y esta roca entrañable,
en este ojo que labra su propia noche viva
y que va goteando, así, lenta, muy lenta,
como el agua entre el musgo de las grutas y el tiempo...

Y envejece de pronto mi edad recién nacida
para sentir el alba temblando en el rocío
eternamente joven de mi raíz antigua.

Veo al hombre de barro y musgo en los helechos,
en su yáciga, insomne
absorto contemplando entre las sombras su alma,
horadando la noche y dándole a la tierra
un nuevo y soterrado latido de ceniza.

Porque era aún el mundo la vasta superficie
por donde resbalaban tan sólo los caminos
de los bisontes que huyen y el hombre que persigue.
El amor todavía era duelo inclemente,
la brusca sacudida del venablo y la piedra:
el rudo crepitar de un incendio en el bosque.
El dolor ignoraba una oculta guarida
y la risa y el llanto vagaban por los aires
sin llegar tan siquiera al eco de los montes.

¿Pensáis cómo se pudo hallar este lenguaje,
esta oscura mirada de la piedra impasible?

Porque ya desde entonces el hombre ha conducido
al tiempo y a la muerte,
al llanto y al amor sobre el flanco y los hombros.
Ya no marcha errabundo,
con desnudo furor y rapto incontenible,
así, desarbolado, un viento que recorre
sin margen y sin surco su singular destino.

¿Cómo sentar pudimos sobre nuestras rodillas
la inquieta alma menor que soledad nombramos?
¿Cómo fué que nacimos al tiempo y la memoria,
al fuego y a los dioses, al mito y a la estirpe?

Mas era todavía el sueño como un río
que ignora las contrarias riberas de la vida.


 

 

II

Aquí ató la aurora del hombre sus caballos,
robándole a las noches glaciares de la tierra
las huellas de unas manos que llegan a nosotros
con pleamar de siglos y voces a distancia.

La vida no es la vida: es sólo su recuerdo.
Un latido es apenas una brizna en los prados.
Un suspiro, un mirar, una lágrima o pena,
un gesto o ademán, una palabra o beso
¿qué son sino un instante perdido entre las olas,
un hurto pasajero, un retorno impaciente
al agua y a la tierra,
al aire y a la llama que no nos dejan nunca?

El recuerdo tan sólo colmará nuestra sed.
La memoria del tránsito por dentro nos murmura
las voces más lejanas, las que llegan apenas
a sombras de sí mismas:
alvéolos en el viento
con presura cerrados con viento por el viento.

Así crécenle al hombre puntiagudos cuchillos
y garras diamantinas en los dedos fugaces,
para siempre arañar su corazón tan leve,
para ir labrando estrías en sus ojos en vela
y porque nunca olvide que alguna vez ha sido.

¡Qué campos incendiados, de siglos o de mieses!
¡Qué cosecha de rastros, lejanísimas nubes,
zarpazos en el alba, o gritos en la noche,
creciendo en los almiares que habitan nuestra edad!

Aquí nació una hoguera, allí murió un combate.
Por este valle gimen, amándose, dos sombras.
Conserva aquel alcor un último lamento,
una última pisada el tajo de este abismo.
Aquí sobre este llano,
hay un eco de potros que huyen en derrota;
por toda esta meseta la soledad trasmina
sangre que herida fué...

Y todo el horizonte lo es del mar compartido
donde nacen y mueren las olas en las olas.

 

 

 

III

En las manos están el celo y la caricia,
la crispación y el tacto, la ofensa y el castigo,
la bendición, el hurto, la fiebre creadora,
el hielo de la muerte, o del amor las llamas.

A través de las manos prolóngase el deseo
como savia del árbol que por los tiernos brotes
culminará en lo dulce o amargo de los frutos.
Desdóblase por ellas el sueño en cercanías,
crece el hombre de sí,
sobre la tierra instaura
otro tiempo en el tiempo y otra noche en la noche.

Hay manos vegetales como dóciles tallos
que se agitan al viento o suaves cabecean.
Manos que se deshojan, marchitan, como pétalos
esparciendo un aroma tristísimo de ausencias.
Y manos aherrojadas por el tiempo y las cosas,
tal hormigas inquietas:
manos ordenadoras, exactas, puntuales,
que cuentan las monedas de cobre de la vida.

Mas antes, mucho antes, el hombre conducía
las manos como tigres en vigilante acecho;
como tigres listadas, con avidez voraces,
refrenadas apenas, ahitas, en las sombras,
sin despertar aún al llanto y a la brisa.

Pero un día los ojos a ellas se asomaron
y las vieron pobladas de imágenes i signos.
Acaso entonces fueran cual jóvenes que advierten,
por la noche estrellada, el mundo desdoblarse;
igual que adolescentes de pronto adivinando,
al verse en un espejo, su propia, inadvertida,
amante soledad.

Por los ojos las manos se abrieron con sorpresa
a un mudo contemplar que prorrumpió enseguida
como el niño en la magia sonora del lenguaje.

Sobre goznes de piedra, tus manos, Altamira,
inauguran el libro real de nuestros signos.
¡Cuántas hojas y hojas después hemos llenado!
¡Cuántas veces también las fuimos recorriendo,
como niños que juegan o como el caminante
que en el alcor descansa mirando a las estrellas!

Prisioneras están hoy nuestras manos libres;
prisioneras acaso tan sólo de sí mismas,
igual que el jardinero que traza un laberinto
y al concluir se encuentra cautivo entre sus plantas.

Por eso a tí volvemos estos ojos cansados,
¡Altamira del alba y umbral de nuestro gozo!,
buscando entre tus manos cómo por vez primera
se estremeció al rendirse, desnuda, la belleza.