ISSN: 1139-8756

LENGUAS IMAGINADAS: MENÉNDEZ PIDAL, LA LINGÜÍSTICA HISPÁNICA Y LA CONFIGURACIÓN DEL ESTÁNDAR1

José del Valle
Fordham University (New York, EE.UU)

'A medieval peasant spoke, but the modern person cannot merely speak; we have to speak something — a language'.
Michael Billig, Banal Nationalism

'Salvo el lunfardo (módico esbozo carcelario que nadie sueña en parangonar con el exuberante caló de los españoles), no hay jergas en este país. No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos'.
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones

  1. Introduccion
  2. La tradición alarmista
  3. La respuesta a Cuervo
  4. La afirmación de la unidad
  5. La ideología nacionalista
  6. La configuración del estándar

INTRODUCCIÓN

Con motivo de la aparición del primer número de la revista Hispania en 1918, publicada bajo los auspicios de la American Association of Teachers of Spanish, Ramón Menéndez Pidal preparó un breve artículo —presentado a modo de epístola dirigida a Aurelio M. Espinosa y Lawrence A. Wilkins— titulado 'La lengua española: Una carta de don Ramón Menéndez Pidal'.2 Ante la ya por aquel entonces creciente popularidad del español en los Estados Unidos, ante el inexorable aumento del 'comercio espiritual y material' entre este país y los estados latinoamericanos, y ante el interés pedagógico de unificar criterios para la enseñanza del español, se proponía don Ramón aconsejar a los miembros de la naciente asociación sobre el modelo concreto a seguir:

La enseñanza de la lengua debe tender a dar amplio conocimiento del español literario, considerado como un elevado conjunto; y de un modo accesorio debe explicar las ligeras variantes que se ofrecen en el habla culta en España y en Hispano-América, haciendo ver la unidad esencial de todas dentro del patrón literario. . . . en el caso concreto de la enseñanza del español a extranjeros, no creo cabe vacilar en imponer la pronunciación de las regiones castellanas. (11, énfasis mío)

Tal como ilustra la cita anterior, al hilo de su propuesta, Pidal presenta su concepción de la lengua española estándar: sistema lingüístico unitario con base en la lengua literaria y en el uso de Castilla.3 De hecho, en un artículo de 13 páginas, las consideraciones pedagógicas aparecen entre la 11 y la 13, de modo que la mayor parte del texto queda dedicada a la argumentación en apoyo de dos tesis que insisten en el carácter unitario y estable del idioma. La primera de ellas sostiene que, tanto en el habla popular como, y en mayor medida, en la lengua culta, se ha logrado un altísimo nivel de coincidencia entre España y Latinoamérica:

Ahora nos basta el hecho para comprender que las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación extraordinaria respecto de la castellana. (2)
La conversación de las personas educadas de la América española es, mirada en sus más salientes rasgos, el habla culta de Andalucía, teñida de algún vulgarismo. (6)

La segunda tesis mantiene que la futura fragmentación de la lengua española —temida o presagiada por algunos lingüistas— es, a todas luces, improbable:

El acrecimiento de las comunicaciones y las tendencias ideológicas se aunan para contribuir a que las diferencias regionales del idioma disminuyan en vez de ahondarse. (8)

Volveremos en seguida sobre los argumentos aducidos en defensa de estas tesis; pero tomemos nota antes de la curiosa reelaboración de este texto casi treinta años más tarde; en 1944, con motivo esta vez de la inauguración de la Asamblea del Libro Español, Menéndez Pidal prepara un discurso que titula La unidad del idioma.4 En La unidad, la tesis primera de la carta del 1918 —destinada a probar la unidad presente del español— es, prácticamente, abandonada como tal para convertirse en premisa: la unidad del español se da por sentada. Esto le permite al autor concentrar sus esfuerzos de argumentación, a lo largo de las treinta y cinco páginas que abarca el discurso, en la defensa de la segunda tesis: la improbabilidad del fraccionamiento de la lengua española. La semejanza entre ambos artículos se debe, por tanto, a una coincidencia de contenido —el tema de la posible fragmentación del español—, pero también a una coincidencia funcional: tanto 'La lengua' como La unidad van dirigidos a grupos relativamente numerosos, integrados por personas cultas —aunque no necesariamente versadas en materia lingüística— con capacidad real para intervenir en la difusión de una determinada concepción de la lengua española: profesores de español en Estados Unidos y miembros de la Asamblea del Libro Español.

Volvamos pues a los argumentos, y centrémonos, por ahora, en los que Menéndez Pidal avanza para convencer a los destinatarios de su carta (1918) de la unidad presente de la lengua española. Para examinar esta tesis, Pidal parte de la distinción entre el habla popular y la lengua culta, afirmando que 'el contraste mayor entre el español europeo y el americano lo hallaremos, como es natural, en el habla popular' (2). Como las diferencias entre el habla de Andalucía y las hablas del norte de la Península son 'más pronunciadas y mayores en número' que entre los dos puntos más distantes de Latinoamérica, se concluye que 'las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación extraordinaria respecto de la castellana' (2). Esta idea se refuerza comparando la variedad en el seno del español con la variedad dentro del francés o del italiano: estas lenguas presentan, en mucho menos territorio, mucha más variedad. Nótese que Pidal se apoya en una proposición implícita que podría expresarse en los siguientes términos: nadie cuestiona la unidad de las hablas españolas en España, a pesar de su variedad, y nadie cuestiona tampoco la unidad del francés y del italiano, a pesar de su aún mayor variedad. A partir de ahí, se deriva un argumento a fortiori en defensa de la unidad: sería ilógico afirmar la falta de unidad entre el habla popular de España y la de América.

Al quedar demostrada la relativa unidad del habla popular, donde, 'como es natural', se hallará mayor contraste, la unidad de la lengua culta queda demostrada por implicación. Pidal procede entonces, en un giro que delata el carácter historicista de su perfil intelectual, a aducir una serie de argumentos históricos que explican y justifican la unidad presente. En primer lugar, señala los poquísimos modismos y rasgos lingüísticos atribuibles al contacto con las lenguas indígenas americanas, y a la dificultad de que tantas lenguas y tan fraccionadas, así como su carácter 'barbárico', pudieran ejercer alguna influencia significativa sobre la evolución del español. En segundo lugar, insiste en la imposibilidad de que el español colonial y el peninsular hubieran evolucionado de modo independiente, aduciendo que las variedades a ambos lados del Atlántico poseen una historia común: 'la lengua popular hispano-americana es una prolongación de los dialectos españoles meridionales' (5).5 La historia justifica así el ser de la lengua: un ser unitario y pan-hispánico, aunque de un pan-hispanismo moderado por la responsabilidad rectora de Castilla.

Zanjado así el asunto de la unidad presente del español, pasa don Ramón a responder a un fatídico vaticinio hecho por Rufino José Cuervo unos años antes:

Al reconocer el vulgarismo como un rasgo del hispano-americano, no podemos menos de insistir en la comparación con el latín vulgar, pensando que si éste, que tampoco fué lengua escrita, produjo varias lenguas diversas del latín, acaso el hispano-americano esté asimismo llamado a producir nuevos idiomas.  . . .  Cuervo, en sus últimos años, preveía, aunque en porvenir muy lejano, una escisión lingüística en el dominio del español, semejante a la ocurrida en el del latín. (6)

y al potencial fragmentador de la actitud desafiante de Sarmiento y su generación:

Sarmiento, hombre representativo de aquellas generaciones que aún miraban con rencor a la antigua metrópli opresora de las nacientes repúblicas,  . . .  quería que la juventud olvidase los 'admirables modelos del idioma' preconizados por Bello,  . . . por eso predicaba la incorrección gramatical por sistema y por principio. (7)6

La respuesta de Pidal a Cuervo consiste en demostrar que el mundo hispano, en el siglo veinte, dista mucho de presentar indicios de 'disgregación, aislamiento y barbarie' que permitan compararlo con la Europa de principios de la Edad Media. Es más, el rápido desarrollo de los medios de comunicación de masas y de los medios de transporte de larga distancia tenderá a unificar aún más a los pueblos, venciendo las barreras que imponen las montañas, los océanos y la distancia. A los conatos de rebeldía lingüística rioplatense, opone don Ramón las opiniones de otros autores argentinos, como Mariano de Vedia o Ernesto Quesada, que rechazan tales ideas y propugnan fidelidad a la lengua española común; se nos da a entender así que aquella rebeldía es ya agua pasada.

Estas mismas preocupaciones —la inevitabilidad de la fragmentación de las lenguas y la rebeldía idiomática en las Américas— habrían de llevar a Menéndez Pidal a retomar el tema veintiseis años más tarde en La unidad del idioma. La decisión de volver sobre el asunto pudo, desde luego, deberse a motivos externos; pero conviene explorar antes la posibilidad de que fueran motivos internos, derivados de la propia dinámica de la disciplina filológica, los que estimularon la redacción de este nuevo texto. De hecho, es mi intención sugerir que tanto La unidad de 1944 como 'La lengua' de 1918, nacieron como respuesta a una tradición alarmista —viva en ambos períodos y que sobrevive en la actualidad— que, desde la filología hispánica, protesta, se lamenta o advierte contra el posible deterioro e incluso fraccionamiento de la lengua.7 Esta tradición debió de adquirir un cierto peso en los años treinta y cuarenta tras la publicación de El problema de la lengua en América (1935),8 de Amado Alonso, y de La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941), de Américo Castro,9 estimulando a don Ramón a volver a la carga en defensa de su concepción unitaria del idioma y a espolear a los intelectuales responsables de su defensa y propagación.

LA TRADICIÓN ALARMISTA

A esta tradición se podrían adscribir las siguientes palabras de Andrés Bello, procedentes del prólogo a su Gramática de la lengua castellana (1847):

Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español  . . .  el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración, reproducirían lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. (32)10

Vemos, en lo expresado por Bello, que la diversidad dialectal y la 'inundación y enturbamiento' del idioma con neologismos se nos presentan como males inminentes que entorpecen la comunicación y deshacen los vínculos de fraternidad entre naciones hispanas. Nótese que estas afirmaciones contraponen la lengua común, dotada de una estructura interna coherente, a los dialectos, que 'alteran' esa estructura. Mientras la primera queda asociada con la comunicación, la fraternidad y la pureza, los segundos se identifican con la barbarie, la irregularidad, lo licencioso y hasta con las tinieblas.

l sentimiento de alarma, ante los peligros que se ciernen sobre la lengua, no se acabó con Bello y con su Gramática. Al contrario, como ya hemos dicho, esta tradición ganó ímpetu de la mano de ilustrísimos filólogos como Rufino José Cuervo, Amado Alonso o Américo Castro, y se mantiene hoy día alentada por los más eruditos e influyentes especialistas; Fernando Lázaro Carreter o Rafael Lapesa son buen ejemplo de ello.11 Las ideas de Cuervo sobre la inevitable escisión de la lengua culta aparecen por primera vez en la época del cambio de siglo. En 1899, en el Prólogo al Nastasio de Soto y Calvo, escribe Cuervo:

Hoy sin dificultad y con deleite leemos las obras de los escritores americanos sobre historia, literatura, filosofía; pero en llegando a lo familiar o local, necesitamos glosarios. Estamos, pues, en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del Imperio Romano. (274)12

Estas palabras del filólogo colombiano dieron lugar a que se entablara una apasionada polémica entre éste y el escritor español Juan Valera; al hilo de la misma, en 1901 y 1903, Cuervo publicó sendos artículos, en el Bulletin Hispanique, en los que exponía en más detalle su visión del devenir del castellano en América, apoyándose en argumentos históricos y lingüísticos. Afirmaba, por ejemplo, que la simple observación de la historia reciente de las lenguas modernas nos muestra que éstas pueden cambiar 'por sí solas', sin necesidad de que intervengan 'grandes trastornos' históricos (275-276); advertía también contra el uso de la lengua literaria como termómetro de la unidad del idioma, al ser ésta 'velo que encubre el habla local' (279); finalmente, acompañaba estas afirmaciones de una detallada comparación entre la historia del latín y la del castellano en América, concluyendo que la fragmentación se cumpliría, si bien a muy largo plazo.13

En el año 1941, la Editorial Losada de Buenos Aires sacó a la luz una singular obra de uno de los más singulares discípulos de Menéndez Pidal. Me refiero a don Américo Castro y a su polémico libro La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, el cual, por su contenido, está asociado con la tradición alarmista que vengo describiendo. Haciéndose eco de las observaciones planteadas por Amado Alonso en El problema de la lengua en América (1935)14, Castro se lanzaba a examinar el hecho 'de que el idioma, a orillas del Plata, presente rasgos de desorden y hasta de desquiciamiento' (27). Este curioso libro de don Américo oscila entre un tono de vehemente desprecio por los usos lingüísticos bonaerenses y un tono más sobrio —pero no menos apasionado— con el que avanza una interpretación de la cultura política y social rioplatense que se mueve, con ademanes característicamente castrianos, por las fronteras del historicismo y del sicoanálisis. En el terreno de lo lingüístico, la preocupación que lo asalta es la conspicua ausencia en Buenos Aires de la estructura lingüística jerárquica que caracteriza a todo el mundo hispano; es esta ausencia lo que, según Castro, ha llevado a miembros prominentes de la intelectualidad y de la clase culta bonaerense a adoptar hábitos lingüísticos que él considera plebeyos y vulgares —escritores, maestros de escuela y estudiantes universitarios son víctimas favoritas de las diatribas de don Américo—. Inspirándose, como hemos dicho, en la descripción de la realidad lingüística bonaerense hecha unos años antes por Amado Alonso, afirma Castro:

La masa cierra sus poros con recelo  . . .  a toda posible infiltración idiomática culta . . . hay superabundancia de extranjeros y escasez de minorías directivas . . . no es característica de la Argentina el que se cometan al hablar o al escribir más o menos faltas . . . lo característico de Buenos Aires es 'la profusión y, sobre todo, la extensión y la impunidad social de tales faltas . . . Es, en efecto, grave que una colectividad social carezca del funcionamiento adecuado de sus frenos e inhibiciones. (28)

La realidad lingüística rioplatense constituye así, para Américo Castro, una transgresión de la unidad del idioma; pero no porque existan particularismos locales o vulgarismos —que a fin de cuentas existen en todas partes—, sino por la 'impunidad' con que se usan y por la ausencia de 'frenos e inhibiciones', es decir, de mecanismos de estigmatización y represión en la cima de la pirámide lingüística, que es donde, en definitiva, se defiende la unidad del idioma.

El estudio al que Amado Alonso y Américo Castro sometieron el habla bonaerense subraya con particular claridad una idea que está presente, de modo implícito o explícito, en los textos que participan de esta tradición que yo denomino alarmista. En todos ellos, es manifiesta la preocupación ante la posible fragmentación o deterioro de la lengua, y el lenguaje en que se expresa esta preocupación produce una jerarquización subjetiva de la relación lengua/dialecto —recordemos por ejemplo las palabras citadas de Bello—. El uso dialectal pasa a ser percibido como una constante amenaza para la lengua nacional y, consecuentemente, posible causa del deterioro espiritual y material de la nación. Esta tradición, por tanto, reclama la necesidad de controlar la variación dialectal, de crear un estándar apropiado y de desarrollar una conciencia idiomática leal entre la población, es decir, de generar fidelidad a ese estándar en aras del progreso y la civilización.

Con el objeto de responder a las mencionadas alarmas con un discurso persuasivo, Pidal se impone, en La unidad del idioma, los siguientes objetivos: combatir la desmoralización del intelectual, representada por el pensamiento pesimista de Cuervo, describir la lengua como entidad unitaria, a pesar de la visible heterogeneidad, y, finalmente, estimular la intervención de la élite cultural rectora para evitar todo riesgo de escisión.

LA RESPUESTA A CUERVO

La primera parte de La unidad la dedica don Ramón a desmontar minuciosamente la tesis de Cuervo —defendida, recordemos, al hilo de la polémica de éste con Juan Valera—. Los pronósticos de escisión del colombiano preocupaban a Pidal por dos razones: primero, por la influencia que en la opinión pública hispánica pudieran tener las opiniones de un lingüista de la impecable reputación de Cuervo:

Los extremados conocimientos que Cuervo poseía sobre la historia lingüística de América, dan a su razonamiento una densidad que todavía pesa sobre nuestros ánimos como amenazadora nube y reclama nuestra atención después de cuarenta años. (4)

y segundo, por la densidad de su razonamiento y por el hecho de que, de ser aceptada su visión de la evolución del lenguaje, la fragmentación de la lengua adquiriría carácter de ley histórica o de ley natural —según el texto de Cuervo al que nos remitamos—, viéndose así resaltada su inevitabilidad.

El propio Pidal respetaba enormemente la valía intelectual de Cuervo, y precisamente por eso, por proceder tan provocadora tesis de un prestigioso científico de la lengua, se impuso la tarea de responder con contundencia a los argumentos aducidos por aquél. De este modo, en primer lugar, se propuso minar el halo de respeto que envolvía a Cuervo, ese halo que, con frecuencia, lleva a la opinión pública a presumir la infalibilidad de un intelectual. Se le plantea aquí a don Ramón un dilema particularmente difícil: el de desprestigiar a un lingüista a quien él tanto respeta y admira. La estrategia de que se vale para salvar este escollo es la creación discursiva de 'dos Cuervos': el Cuervo de 1885, el que había afirmado su confianza en la unidad de la lengua, 'el maestro que se encontraba en la cumbre de su producción científica' (5); y el Cuervo de 1899, el que pronostica la escisión del español, el sabio cuya naturaleza 'se vio minada prematuramente por los achaques de la senectud𔃷 y a quien 'las exigencias de mayor perfección que en la vejez de todo maestro se hacen tan apremiantes, le habían sumido en una indecisión enfermiza' (5). Tras este argumento ad personam, aún lanza don Ramón una segunda andanada contra el Cuervo 'senil', buscando esta vez el desprestigio por asociación:

En lo que sí me he visto sorprendido fué al examinar el medio científico dentro del cual se produjo el cambio, viéndolo aparecer tan tarde, y en conexión, aunque oculta y fugaz, con la gestación del libro de Abeille, libro que Cuervo no conocía aún y con cuyo espíritu nunca estuvo conforme. (6-7, énfasis mío)

Nótese que el propio Pidal afirma que Cuervo desconocía y disentía del contenido concreto del libro de Abeille,15 y que califica la conexión entre éste y aquél de 'oculta y fugaz'. No obstante, el español procede a desprestigiar a Abeille calificándolo de 'modesto aficionado inmigrante en Buenos Aires', o aun con afirmaciones como las siguientes:

Abeille se complace en una captatoria adulación al criollismo . . . El libro de Abeille es un libro muerto al nacer . . . en todo se mostraba falto de los conocimientos científicos y prácticos pertinentes, y sobre todo, falto de buen gusto. (7)

A ojos y oídos del lector quedan así asociadas las ideas de Cuervo sobre el futuro de la lengua con los achaques de la senectud, que minaron la capacidad intelectual del filólogo colombiano, y con las ideas de un inmigrante, modesto aficionado, ignorante y carente de buen gusto.

Tras semejante descarga de artillería, procede don Ramón a realizar un análisis más riguroso de la tesis de Cuervo, como resultado del cual cuestiona el valor científico de las premisas en que ésta se apoya. En concreto, critica Pidal la concepción del lenguaje como organismo natural y de la lingüística como ciencia natural que, inspirado en August Pott y en los seguidores del llamado paradigma schleicheriano, adopta Cuervo para interpretar el devenir de la lengua española.16 Este modelo, insiste Pidal, se había quedado ya obsoleto y sus limitaciones habían sido puestas en evidencia, desde hacía años, por lingüistas de la talla de un Schuchardt o un Bréal. El lenguaje es, para el filólogo español, 'un hecho social, una actividad espiritual humana' (énfasis en el original):

Cuervo, en la senectud, erró su camino científico sumándose a una teoría de 'fatal evolución' que ya entonces comenzaba a caer en descrédito. (10)

LA AFIRMACIÓN DE LA UNIDAD

Tras evidenciar la invalidez de la teoría lingüística con que Cuervo trabajaba, y que le permitía predecir la fragmentación de la lengua, Pidal reconoce que, aunque la fragmentación de ciertas lenguas no sea un hecho natural e inevitable, sí es un hecho; esto es precisamente lo que ocurrió en la Europa meridional, donde el latín dio paso a la formación de las lenguas románicas; pero, para Menéndez Pidal, esta fragmentación se explica por su carácter de suceso extraordinario, provocado por la inusitada coincidencia de varias circunstancias: la parálisis de las comunicaciones, la escasez de la escritura y el agotamiento mental de las antiguas provincias. Esta crisis espiritual y material fue causante de la ausencia, durante varios siglos, de la norma cohesora del latín escrito y de la consecuente fragmentación del habla.17

Para don Ramón, ninguna de las circunstancias anteriores está presente en la vida espiritual y material del mundo hispánico moderno; es más, en La unidad vuelve a insistir, como ya había hecho en la carta, en la gran densidad de comunicación que existe en el mundo hispánico, gracias a los medios que la revolución de los transportes y las comunicaciones ha puesto a nuestro alcance.

Por lo tanto, el progreso científico y la modernización están del lado de la unidad; pero no bastan los medios materiales que estrechan las relaciones entre hispanos para garantizar la unidad y la buena salud del idioma; es necesaria, y muy especialmente necesaria, la lealtad de todos los hablantes:

Una lengua puede vivir indefinidamente , como la porción de humanidad que habla dicha lengua, y puede morir sustituída por otra, si le falta la entrañable adhesión de la sociedad que la habla. Pero mientras la sociedad quiere conservar su lengua, la vitalidad de ésta es perdurable, y si bien la sociedad recibe de la lengua una conformación mental dada, antes la voluntad social conformó la lengua y sigue conformándola continuamente. (9-10, énfasis en el original)

Esta cita delata el verdadero sentido de La unidad, lo que convierte el ensayo en un texto paradigmático: la voluntad de generar fidelidad y compromiso hacia la norma cohesora. La generación de lealtad idiomática le impone al filólogo —o a cualquier intelectual con vocación lingüística— la ardua tarea de construir una imagen verosímil de la unidad del idioma. Aunque Menéndez Pidal creía firmemente en la unidad, conocía demasiado bien la realidad lingüística y la enorme heterogeneidad con que se le presenta al observador como para ignorar su extraordinaria complejidad y su potencial disgregador. La variedad existe y Pidal lo reconoce, pero insiste en que no hay que temerle; eso sí, no hay que temerle, siempre y cuando sea una variedad bien entendida. Recordemos que, ya en 1918, afirmaba Pidal que la mayor variabilidad dentro de una lengua se ha de encontrar en el habla popular, y que, en el español, esta variabilidad es, además, mínima. El tema reaparece en el La unidad, aunque planteado en términos nuevos: la unidad y variabilidad mínima se dan por sentadas y se procede directamente a la integración conceptual de ambas. Según Pidal, habiendo superado la concepción schleicheriana de la lengua y habiendo definido el lenguaje como hecho social, no hay justificación en interpretar las variedades propias del habla popular como indicios de fragmentación:

La separación que media entre el español culto común, representante de la unidad, y el español popular de las varias regiones, representante de la diversidad, no puede simbolizarse en la creciente divergencia, cuya diferencia llegue a ser tanta que el español literario quede ininteligible para el pueblo, sino que debe figurarse por dos líneas ondulantes que caminan a la par en la misma dirección y cuyos altibajos tienden frecuentemente a la convergencia y se tocan muchas veces, sin llegar nunca a confundirse. El habla literaria es siempre la meta a que aspira el lenguaje popular, y, viceversa, la lengua popular es siempre fuente en que la lengua literaria gusta refrescarse. (10-11)

De esta manera, Menéndez Pidal, apoyándose a la vez en un discurso lingüístico científico —que define la lengua como hecho social—, en una metáfora visual —líneas ondulantes que convergen—, y en dos metáforas analógicas —habla literaria/meta y lengua popular/fuente— consigue integrar la variación en la unidad, es decir, en el todo idiomático.

De nuevo, apoyándose en un discurso filológico sobre la canción popular y tradicional, Pidal reafirma la paradójica integración de la variedad en la unidad:

Jamás un romance se repite exactamente de igual modo, sino con variaciones individuales, aunque, sin embargo, a pesar de tantas modificaciones, el texto tradicional se conserva sin esencial alteración, ajustado al patrón heredado que a todos los recitadores se impone como modelo ejemplar y superior . . . La lengua está en variedad continua y en permanencia esencial. Cada hablante moldea los materiales que en su memoria ha depositado la tradición . . . pero a pesar de eso, la lengua permanece en su identidad esencial, pues el individuo crea su habla en continuo ajuste  y contraste con la comprensión del oyente y con el uso general. (17, énfasis mío)

Las citas anteriores nos muestran la lengua como 'modelo ejemplar y superior' frente a la variación individual; la lengua es 'permanencia esencial' en torno a la cual el hablante ajusta y contrasta su habla; el habla literaria —la lengua por antonomasia— es 'la meta a que aspira el lenguaje popular'. Estas identificaciones contribuyen a la creación de una ordenación jerárquica del idioma, pues, si en él se da cabida a la variación individual, el espacio que se le reserva ha de ser de subordinación. Menéndez Pidal identifica constantemente la lengua común con la inteligencia y la virtud de los espíritus cultivados, y con la inevitable tendencia a la universalidad —es decir, a la homogeneización— del proceso civilizador:

La lengua, como una necesidad social que es, necesariamente tiende a la universalidad; y la universalidad, una vez adquirida, es irrenunciable. (24)

Con el fin de sostener la coherencia del todo idiomático, a pesar de la inclusión de la variación, Pidal establece una sutil distinción entre lo popular y lo vulgar:

Lo popular supone la compenetración del elemento culto con el pueblo en general; lo vulgar supone la mayor iniciativa del pueblo inculto.18

En esta jerarquía, la variedad dialectal es siempre 'sierva del terruño' y, si cae en lo vulgar, indicio de incultura y de barbarie.19

El orden interno del idioma, tal como lo diseña Pidal, depende del mantenimiento de esta jerarquía, para lo cual es necesario que la lengua culta ejerza una permanente atracción sobre el individuo, de modo que su creatividad y la posible adhesión de otros hablantes no produzcan una alteración del modelo ejemplar. De ahí que Pidal insista y apele a la capacidad de influencia de aquellos en quienes reside el poder —y sobre quienes recae la responsabilidad— de legitimar y propagar la norma; a ellos les corresponde ganarse la lealtad y guiar la voluntad de la comunidad:

Cabe la propaganda en favor de tal o cual uso lingüístico  . . .  Sólo que la propaganda lingüística no suele hacerse en forma de persuasión oratoria, sino mediante la enseñanza de la gramática, los estudios doctrinales, los diccionarios, la difusión de buenos modelos, el comentario de los autores clásicos, o bien inconscientemente, mediante el eficaz ejemplo que se difunde en el trato social o en la creación literaria. (18)

Menéndez Pidal da ejemplos concretos de esfuerzos institucionales que, con éxito, han corregido usos lingüísticos que se separaban de la norma: la desaparición de la pronunciación monosilábica de caer y oír en Chile y Argentina gracias a las advertencias de Bello; o la caída en desuso en España, desde la condena de la Academia, de las acentuaciones viciosas telégrama o epígrama; o la desaparición total del voseo entre la clase media chilena y casi total entre la clase obrera. En relación con el voseo argentino, Pidal manifiesta lo siguiente:

La Academia Argentina de Letras [pidió] al Consejo Nacional de Educación que recomiende a los maestros 'procuren impedir entre los alumnos, aun en las horas de recreo, el uso vulgar de vos'. El Consejo Nacional cursó en seguida las oportunas advertencias al personal docente, y es de esperar que la presión escolar se mantenga, pues la más elevada opinión literaria no ha cesado de ocuparse en el degradado y degradante voseo. (22)

Esta cita ilustra, mejor que ninguna otra, la fe de don Ramón en el poder de las instituciones del estado para corregir usos lingüísticos que difieren de la que él considera ha de ser la norma culta común.

A modo de recapitulación, podemos sintetizar de la siguiente manera las ideas que dominan los dos textos aquí estudiados: Pidal crea una concepción de la lengua que le permite integrar la variedad del habla popular en la unidad de la lengua común, por medio de un proceso de convergencia de aquélla en ésta; la lengua es imaginada como una serie de líneas ondulantes que tienden a converger en una meta ideal que es el estándar escrito; por último, se demuestra el poder de la voluntad correctiva de las élites lingüísticas. Se trata, en definitiva, de textos con los que Pidal busca convencer a sus lectores y auditorio de la unidad indisoluble de la lengua española, al tiempo que los persuade de que pongan en marcha todos los medios institucionales y materiales a su alcance con el fin de imponer el poder de su voluntad correctiva. De aquí, de la intención de convencer y persuadir a sus interlocutores, se deriva el carácter eminentemente retórico de 'La lengua' y La unidad.

LA IDEOLOGÍA NACIONALISTA

El análisis hasta aquí realizado de 'La lengua' y La unidad nos permite entender mejor el lugar que ocupan en la historia de la filología y la lingüística española moderna. Como hemos visto, ambos trabajos hunden sus raíces en los debates sobre la naturaleza del lenguaje —como organismo natural o hecho social— y sobre la clasificación disciplinaria de la lingüística, así como en los esfuerzos teóricos por compatibilizar la dialectología con la lingüística histórica y la gramática general. Sin embargo, una más completa aproximación historiográfica a estos artículos exige que los situemos en relación con el clima intelectual dominante en la época en que fueron elaborados. Siguiendo esta límea, se argüirá, en las próximas páginas, que existen conexiones entre la concepción de la lengua expuesta en los artículos aquí discutidos y la ideología nacionalista de corte liberal.20

Pero antes, conviene introducir una serie de matizaciones conceptuales, pues los términos ideología y nacionalismo poseen, comúnmente, connotaciones que, de no ser eliminadas a priori, enturbiarían el verdadero sentido del presente análisis.

Existe una bien conocida tradición filosófica que asocia ideología con conciencia falsa, es decir, con un sistema de ideas que constituye una representación incorrecta de la realidad;21 en esta tradición, la ideología se contrapone al conocimiento científico. Sin embargo, en el seno de la filosofía contemporánea, el valor de esta dicotomía se ha visto sometido a matizaciones, ya que, aunque se admita que la verdad empírica existe, también se reconoce que esta verdad adquiere relevancia intelectual sólo cuando se inserta en una estructura de conocimiento cultural y socialmente específica. Este proceso de inserción, las presunciones que lo rigen y el resultado del mismo como sistema de ideas es lo que, en la tradición filosófica de que me valgo, se entiende por ideología:

'Ideology' then reverts to a specific and practical dimension: the complicated process within which men 'become' (are) conscious of their interests and their conflicts. The categorical short-cut to an (abstract)  disctinction between 'true' and 'false' consciousness is then effectively abandoned, as in all practice it has to be.22

Según Althusser 'an ideology always exists in an apparatus, and its practice, or practices' (156).23Esto quiere decir que el conocimiento es producto de prácticas y creencias24 establecidas por el Aparato Ideológico del Estado, es decir, por las instituciones creadas para educar a los miembros de la sociedad y para generar las ideas que legitimarán y perpetuarán las condiciones culturales, económicas y sociales dominantes. El cuerpo central de este aparato lo constituyen instituciones educativas tales como escuelas primarias, secundarias y universidades, en las cuales el adoctrinamiento tiene lugar de modo abierto; la prensa, y los medios de comunicación en general, la industria editorial, instituciones públicas o privadas de apoyo a la ciencia o las humanidades, e instituciones destinadas a crear o preservar cualquier dimensión de la cultura nacional también pueden ser considerados elementos constituyentes del Aparato Ideológico del Estado.

Por su parte, el término nacionalismo se ve con frecuencia asociado con discursos políticos radicalizados, que sitúan la defensa de los valores patrios esenciales en el mismo centro de su ideario; o con movimientos reivindicativos periféricos, que reclaman la creación de nuevos estados o la ampliación de sus cotas de autogobierno —es decir, de poder estatal—. Sin embargo, la ideología nacionalista es un fenómeno más sutil y de alcance más global; es lo que sostiene un orden mundial de naciones, es decir, el modo dominante de concebir la organización de las comunidades humanas. Así entendido, el nacionalismo es el conjunto de creencias y prácticas que nos hacen concebir, inconscientemente, el mundo como un conjunto de naciones, y sentir nuestra pertenencia a una de ellas como algo natural e inevitable.25

En contraste con las ideas propagadas por los creadores de la mitología nacionalista, muchos estudiosos actuales del fenómeno han coincidido en señalar su modernidad.26 Frente a la concepción de la nación como entidad natural y eterna, dotada de una existencia objetiva, diversos historiadores contemporáneos insisten en definir la nación como constructo o, utilizando el conocido término de Benedict Anderson, como comunidad imaginada.27 Tras la Era de las Revoluciones, se consumó el desplazamiento del poder del estado de manos del rey, la aristocracia y los intereses que representaban, a manos de la burguesía, con el paralelo desplazamiento de la soberanía de Dios al pueblo. Es entonces cuando comienza a producirse la equiparación de estado, nación y pueblo, y la creación material e ideológica de lo que hoy entendemos por nación. Según Hobsbawm, a lo largo del siglo diecinueve se desarrolla la primera fase del nacionalismo, favorecida por la burguesía liberal y en estrecha relación con el desarrollo capitalista; se completa entonces la construcción de los grandes estados nacionales —muchos de los cuales habían iniciado su andadura en el Renacimiento—. La correlación entre desarrollo capitalista y construcción nacional tiene un claro corolario: sólo territorios en los cuales es posible tal crecimiento económico pueden ser considerados naciones. Esto es lo que Hobsbawm denomina el principio de viabilidad —threshold principle— y que ilustra con las siguientes afirmaciones hechas por Friecrich List, destacado economista liberal germánico del siglo diecinueve:

A large population and an extensive territory endowed with manifold national resources, are essential requirements of the normal nationality ... A nation restricted in the number of its population and in territory, especially if it has a separate language, can only posses a crippled literature, crippled institutions for promoting art and science. A small state can never bring to complete perfection within its territory the various branches of production.28

Además del requisito de la viabilidad, se impusieron, según Hobsbawm, tres criterios adicionales para determinar si un territorio podía constituir una entidad nacional:

Historic association with a state,  . . .  a long-established cultural elite, possessing a written national literary and administrative vernacular,  . . .  and a proven capacity for conquest. (37-38, énfasis mío)

Como vemos, uno de esos criterios hace referencia a la lengua. Sin embargo, según Hobsbawm, en el discurso del nacionalismo liberal decimonónico, la relación entre lengua y nación, si bien existía, se enfatizaba menos de lo que se habría de enfatizar a partir de 1880 —cuando se iniciara la segunda fase del nacionalismo—. No es que no se adujera la lengua como criterio definitorio, sino que se daba por hecho que todos los ciudadanos adoptarían la lengua nacional como modelo de conducta lingüística, en vista de las obvias ventajas materiales que su conocimiento y uso ofrecía. Con esta actitud, la presencia de otras lenguas —lenguas minoritarias o usos lingüísticos considerados dialectales— no era percibida como una amenaza, sino como una situación natural que, de modo igualmente natural, se iría modificando según los dictados de las leyes del progreso.

A partir de 1880, sin embargo, fue surgiendo un nuevo tipo de nacionalismo que prescindía del principio de viabilidad, y en cuyo discurso los criterios lingüístico y étnico pasaban a ocupar un lugar central. Son varias las razones que se han propuesto como causas del desarrollo de este nuevo tipo de nacionalismo, pero, de entre ellas, hay dos que concretamente nos sirven para entender la actitud de la filología y la lingüística modernas hacia la lengua.29 La primera es la democratización de la política, que reduce, al menos aparentemente, la distancia que separa al ciudadano de a pie de las instancias de poder. La burguesía capitalista, para ostentar el poder del estado apoyándose en el pueblo soberano, debe crear mecanismos que capaciten al pueblo para intervenir o afectar las cuestiones de estado; al mismo tiempo, los ideólogos del estado nacional capitalista deben crear mecanismos que garanticen la lealtad del individuo al sistema imperante. Es así cómo el estado moderno se infiltra en la vida cotidiana de todos y cada uno de los ciudadanos: por medio de la escuela, el ejército, la policía, el correo, el censo, el registro civil, el telégrafo o el ferrocarril. Esta compleja red administrativa facilita la difusión de ideas de arriba abajo; pero también posibilita la rápida propagación de ideas contrarias al orden establecido. Cuando, hacia finales del diecinueve, los nuevos nacionalismos, de gran arraigo popular, compitan con el estado nacional por la lealtad del ciudadano, las grandes naciones tendrán que poner en funcionamiento su aparato ideológico estatal para difundir su idea de nación e integrar a todos los ciudadanos, convenciéndolos de su pertenencia a un todo nacional, cultural e idiomático.

Una segunda causa de la aparición del nuevo nacionalismo fueron los grandes movimientos de población. Las migraciones pusieron en contacto a gentes que hablaban lenguas mutuamente ininteligibles, y acentuaron la diversidad social, cultural y lingüística de los núcleos urbanos. El crecimiento y mayor protagonismo de grupos sociales no tradicionales, gracias a la movilidad de la sociedad liberal capitalista, parecían debilitar el orden lingüístico, cultural y político que en la primera fase del nacionalismo no se había cuestionado. Junto a la burguesía urbana y a la élite cultural burguesa, crecían grupos de población cuyos usos lingüísticos —así como muchas otras pautas de conducta— se distanciaban preocupantemente del estándar. La aparición de estos elementos centrífugos provocaría la intensificación de la actividad centrípeta homogeneizadora; las tendencias en este sentido se manifestarían, en parte al menos como ha señalado Beatriz González Stephan,30 en la elaboración de escrituras disciplinarias, es decir, textos que domestican la subjetividad: constituciones, gramáticas y manuales de urbanidad:

Es un hecho que el proyecto de nación y ciudadanía fue un imaginario de minorías pero que se postuló como expansivo, y que efectivamente tuvo la capacidad de englobar-domesticar a comunidades diferenciales que ofrecían resistencia a costa de no fáciles negociaciones. (25)

En suma, la emergencia de nacionalismos periféricos de base lingüística y el protagonismo de grupos sociales marginales obligaron a los ideólogos del nacionalismo liberal a reaccionar intensificando el discurso que les debería ganar la lealtad de los ciudadanos y la fe de éstos en la unidad indivisible del estado nacional.

Teniendo en cuenta esta descripción a grandes rasgos del desarrollo del nacionalismo, parece razonable concluir que España, en el diecinueve, debía de ser un candidato ideal para la constitución de uno de los grandes estados nacionales de Europa. El tamaño, geográfico y demográfico, le permitía cumplir con el principio de viabilidad; su asociación histórica con un gran aparato estatal era incuestionable; su capacidad de expansión podía todavía ser soñada, gracias al recuerdo de un pasado imperial, a los restos —aunque ya tambaleantes— de aquel imperio y a las escaramuzas expansionistas de O'Donnell;31 finalmente, la existencia de una élite cultural, fiel a una lengua estándar de uso literario y administrativo, era el obvio legado de una larga tradición que se remontaba a la corte alfonsí y al humanismo renacentista, que culminaba con la fundación de la Real Academia Española en 1713, y que se habría de mantener en el siglo veinte en la presencia de una prestigiosa escuela de estudios filológicos y lingüísticos.

En efecto, a lo largo del siglo diecinueve, se pusieron en marcha los procesos materiales que habrían de articular el territorio del estado como nación moderna. La construcción del ferrocarril, la extensión del correo, la creación de bancos a nivel nacional, la creación de escuelas en zonas remotas o la apertura de oficinas de la administración central en todas las provincias, son algunos de los logros asociados con la modernización y la construcción nacional. Según García de Cortázar y González Vesga,32 ya la Constitución de 1812 sentó las bases para la unificación nacional:

Hasta el más mínimo detalle es regulado por la Constitución de 1812, cuyo diseño de Estado unitario imponía los derechos de los españoles por encima de los históricos de cada reino. La igualdad de los ciudadanos reclamaba una burocracia centralizada, una fiscalidad común, un ejército nacional y un mercado liberado de la rémora de aduanas interiores. Sobre estos cimientos, la burguesía construirá, a través de los resortes de la administración, la nación española cuya idea venía siendo perfilada desde el siglo anterior. (431)

Pero el proceso de construcción nacional no fue fácil, y hubo de enfrentarse —y aún hoy se enfrenta— a retos internos y externos. Dentro de España, se sintieron fuertes ecos del nuevo nacionalismo finisecular. El nacimiento del nacionalismo periférico —en Cataluña, País Vasco y Galicia— planteaba un problema a la articulación política y a la definición cultural de España. La España 'invertebrada', una España carente de un sistema natural coherente de comunicaciones, había generado una diversidad lingüística, cultural y económica que se hacía aún más compleja con la industrialización y el crecimiento urbano, y que tenía que ser superada, no sólo material sino también ideológicamente. Es aquí donde se hace necesaria la intervención del Aparato Ideológico del Estado, cuya misión será la configuración de un espacio homogéneo que garantice la unidad nacional, cultural y lingüística de España:

The identification of the state with one nation  . . .  implied a homogenization and standardization of its inhabitants, essentially, by means of a written 'national language'.33

LA CONFIGURACIÓN DEL ESTÁNDAR

De todos los elementos culturales que intervienen en la génesis, desarrollo y transformación de los movimientos e ideologías nacionalistas, ninguno ha alcanzado la importancia de la lengua.34

Por supuesto, la vinculación de una variedad estándar con las instituciones de poder y, en general, la trascendencia social y política del comportamiento lingüístico humano no son fenómenos modernos; a lo largo de la historia, ante la heterogeneidad y variabilidad que caracteriza el habla, ciertas comunidades han sentido la necesidad de crear una lengua estándar que sirva como instrumento de dominación o como vehículo de comunicación en determinados dominios. En la Edad Moderna, sin embargo, la simple creación o mantenimiento del estándar se ha hecho insuficiente y, consecuentemente, los mecanismos de estandarización han tenido que ponerse al servicio de la ideología nacionalista, que impone la naturalización de la homogeneidad lingüística de la comunidad. Ya se ha mencionado que la mitología nacionalista, alimentada por las ideas de Fichte y Herder, identificó lengua y nación, convirtiéndo a aquélla en portadora de la identidad nacional: en consecuencia, las lenguas vernáculas literarias, relativamente estandarizadas —español, francés o inglés— se convirtieron en artefactos culturales idóneos para generar la cohesión nacional requerida por la ideología imperante:

National languages are therefore almost always semi-artificial constructs and occasionally, like modern Hebrew, virtually invented. They are the opposite of what nationalist mythology supposes them to be, namely the primordial foundations of national culture and the matrices of the national mind.

En cierta medida, las lenguas han ido acomodándose a las demandas políticas, utilizando a este respecto las posibilidades ofrecidas por el desarrollo de los estudios filológicos en particular y de la educación en general.

The concept of 'a language' —at least in the sense which appears so banally obvious to 'us'— may itself be an invented permanency, developed during the age of nation-state.35

La legitimidad del estándar para desempeñar esta función —como artefacto que genera cohesión cultural—, y, por supuesto, el éxito que alcance, dependerá del proceso de historificación a que las sometan la filología y la lingüística, y de la credibilidad con que las instituciones del estado le presenten al ciudadano esa lengua como suya propia.

Volvamos ahora a Ramón Menéndez Pidal. Tal como he sugerido en trabajos previos, para alcanzar una comprensión plena de la obra lingüística y filológica de este gran intelectual español, hemos de tratar de entenderla, no sólo en relación con el pensamiento lingüístico de su tiempo —en medio del cual se erige como un gigante—, sino también en relación con el contexto socio-cultural en que se desarrolló. En este sentido, he tratado de leer la obra de Menéndez Pidal como respuesta a las demandas del proceso de construcción nacional en la España moderna.36 Menéndez Pidal creía firmemente que se podía demostrar la existencia de la identidad espiritual y lingüística española y la indivisibilidad y grandeza de la nación usando métodos filológicos científicos. La escuela de lingüística que él fundó, por medio de su activa intervención en las instituciones del estado, contribuyó grandemente a la configuración cultural de la nación española, historificando el estándar y creando una imagen unitaria y completa del mismo —e.g. 'La lengua española' y  La unidad del idioma—. La obra de Menéndez Pidal, por lo tanto, participa de la ideología nacionalista; pero ¡atención! no quiere esto decir que cometa errores factuales que sesgan las conclusiones —aunque esto pueda a veces ocurrir— ni que esté asociada con movimientos políticos nacionalistas concretos —que en la historia reciente de España se han proclamado salvadores de la patria—; su carácter ideológico se deriva del diálogo que crea con la ideología nacionalista de corte liberal que domina el clima intelectual de su tiempo, y de su intervención activa —institucional— en el proceso de creación del conjunto de ideas que definen este clima.

Menéndez Pidal se educó en medio de las polémicas políticas e intelectuales de su tiempo, donde se debatía la necesidad social de definir España;37 esto condicionó, en gran medida, su concepción de la lengua y del papel que ésta ha de jugar en la historificación de la nación. Además, la lista de instituciones culturales del estado de las que fue miembro es extensa: fue profesor de Filología Comparada del Latín y el Español desde 1899, miembro de la Junta para la Ampliación de Estudios desde 1907, director del Centro de Estudios Históricos entre 1910 y 1936, miembro desde 1902 y Presidente desde 1926 de la Real Academia y miembro de la Academia de la Historia desde 1916. En virtud de su papel en estas instituciones y de su prestigio entre la intelectualidad de su tiempo, pasó a ocupar una posición privilegiada para configurar la lengua estándar y para defender su legitimidad como lengua nacional, una lengua que él describió, en La unidad del idioma, como 'una de las más grandiosas construcciones humanas que ha visto la historia' (33).

Estamos, por tanto, ante un intelectual de merecido prestigio —lingüista, filólogo, historiador, crítico literario— que opera desde las instituciones del estado y defiende una determinada visión de la identidad lingüística de la nación. Las acciones de estas instituciones, según el pensamiento político liberal democrático, están legitimadas por ser producto del ejercicio de la soberanía popular; en este esquema de poder, el pueblo legitima también los procesos de construcción cultural y lingüística que desde estas instituciones se llevan a cabo: académicos, escritores, filólogos y lingüistas podrían crear un estándar e imponerlo sin más, invocando la razón de Estado, el interés nacional o su condición de representantes —aunque indirectos— del pueblo. Sin embargo, este argumento en defensa de la actividad de las instituciones entra directamente en el discurso de la política; por eso, con el objeto de reforzar la legitimidad de iconos culturales y mecanismos de homogeneización, tales como la lengua, se hace necesario justificar su creación con un discurso científico que la sociedad acepte como ideológicamente neutral. Precisamente, una de las características de la modernidad es que la ciencia disfruta del mayor nivel de legitimidad, al estar situada, supuestamente, por encima de intereses políticos e ideologías —entendidas, aquí sí, como representaciones incorrectas de la realidad con fines manipuladores—. Es así como surgen, del seno de la filología y la lingüística, la historificación del estándar y la creación de una imagen compacta, natural y unitaria del mismo. 'La lengua española' y La unidad del idioma sirvieron precisamente para crear una imagen ideal del idioma con un discurso que integra argumentos abiertamente políticos —en la medida en que propugna la intervención del aparato del estado sobre la conducta lingüística de la sociedad—, y argumentos basados en el saber empírico de la filología y la lingüística: el análisis de ambos textos, realizado en la primera parte del presente artículo, revela la configuración menendezpidaliana de la lengua española: nos la presenta como sistema unitario, integrado por la mínima variedad del habla que tiende siempre a la convergencia con la lengua culta —lengua culta que se elabora en base a la lengua literaria y al uso de Castilla—; el mantenimiento de la unidad y de la constante tendencia a la homogeneización y a la universalización depende de la eficacia con que las instituciones del estado se ganen la lealtad lingüística de los hablantes.

En suma, el desarrollo de la ideología nacionalista se sirve del concepto de lengua estándar para homogeneizar la comunidad nacional. La intervención de filólogos y lingüistas en este proceso —ejemplificada en las páginas anteriores con dos textos de Ramón Menéndez Pidal—consiste precisamente en la configuración del estándar como lengua nacional; para ello se procede, primero, a la integración conceptual de las diferentes realidades lingüísticas hispánicas, en base a una dependencia de la lengua común o lengua culta —justificada sincrónica y diacrónicamente por medio de un lenguaje científico y filológico—; y segundo, a la legitimación de todo esfuerzo orientado a mantener esa estructura jerárquica de dependencia, por medio de la intervención del Aparato Ideológico del Estado nacional; especialmente, la parte de éste a la que se encomienda la formación cívica del sujeto: escuelas, universidades, medios de comunicación, industrias del libro y, claro está, academias de la lengua.


Notas

1 El presente artículo fue publicado originalmente en 1999 en el Bulletin of Hispanic Studies 76(2): 215-233. Quiero expresar mi agradecimiento a Luis Gabriel Stheeman, Mitchell Greenberg y Belford Moré por las certeras pistas que me dieron durante la gestación y elaboración del presente artículo.
2 Hispania, I (1918), 1-14.
3 Esta concepción de la lengua española estándar dominó toda la obra lingüística de Menéndez Pidal. En trabajos previos, he tratado de exponer cómo la gramática histórica, la historia de la lengua y la dialectología menendezpidalianas giran en torno a una concepción concreta de la lengua española: entidad unitaria de base castellana: 'Historificación de la lingüística histórica: Los 'orígenes' de Menéndez Pidal&8217;. Historiographia Linguistica, XXIV (1997), 176-196; &8216;Andalucismo, poligénesis y koineización: Dialectología e ideología&8217;, Hispanic Review 66 (1998), 131-149; &8216;La &8216;doble voz&8217; de la ley fonética en la lingüística histórica española&8217;, Actas del 1er Congreso de la Sociedad Española de Historiografía Lingüística, A Coruña, 18-21 de febrero de 1997. Mauro Fernández Rodríguez, Francisco García Gondar y Nancy Vázquez Veiga (eds.), Madrid: Arco Libros, 663-672.
4 Madrid: Instituto Nacional del Libro Español,1944. También incluido enCastilla, la tradición, el idioma, (Buenos Aires y México: Espasa-Calpe Argentina,1945), 171-218.
5 La función que la teoría sobre el supuesto andalucismo del español de América juega en la concepción menendezpidaliana de la lengua española la he tratado en &8216;Andalucismo, poligénesis y koineización: Dialectología e ideología&8217;, publicado en Hispanic Review.
6 En relación con esta cuestión véase el artículo de Angel Rosenblat &8216;Las generaciones argentinas del siglo XIX ante el problema de la lengua&8217;, Revista de la Universidad de Buenos Aires, V (1960), 539-84.
7 Esta tradición tiene bastantes rasgos en común con lo que James Milroy y Lesley Milroy, en su libro Authority in Language: Investigating language prescription & standardization, 2nd ed., (London & New York: Routledge,1991), denominan &8216;the complaint tradition&8217;. En ambos casos es explícito el deseo de mantener la uniformidad lingüística de la comunidad, si bien en la tradición que describen Milroy y Milroy la alarma apunta menos a la fragmentación y más al deterioro intelectual de la comunidad.
8 Madrid: Espasa-Calpe, 1935.
9 Aquí citaré por la segunda edición: Madrid: Taurus, 1961.
10 Cito porGramática de la lengua castellana, (Madrid: Edaf, 1984).
11 Pensemos, por ejemplo, en las palabras con que el Profesor Rafael Lapesa cerró el discurso pronunciado con motivo de su ingreso en la Real Academia de la Historia (Crisis históricas y crisis de la lengua española. Madrid: Real Academia de la Historia, 1996):

Las satisfacciones que nos producen las excelencias internas alcanzadas por nuestra lengua y la extensión lograda y previsible de ella en América contrastan con el temor de su porvenir en España, en una España sobre la que pesan amenazas de desmembración. (74-75)

O veamos también las siguientes observaciones extraídas del prólogo a un reciente libro del Profesor Fernando Lázaro Carreter (El dardo en la palabra. Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1997):

Frente a estas fuerzas que conspiran a conservar una cierta identidad lingüística, operan los empeños centrífugos, actuantes en sentido contrario. Los militantes de esta causa sólo en muy escasa medida se consideran responsables de la estabilidad del sistema heredado, entendiendo que la lengua en que han nacido no les obliga, y ello por múltiples razones que van desde su instrucción deficiente hasta la utilización del lenguaje para la exhibición personal. (20)

12 Cito por Disquisiciones sobre Filología Castellana, (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1950). Los diversos textos de Cuervo citados en el presente artículo están incluidos en Disquisiciones.
13 La polémica entre Cuervo y Valera se caracterizó por una acritud —por parte de ambos y no sólo de Cuervo, como insinúa Menéndez Pidal (La unidad, 6) — que fue in crescendo con cada réplica y contrarréplica. Su interés radica no tanto en lo acertado o errado de las tesis lingüísticas que se debaten como en las actitudes culturales que subyacen (Véase mi artículo "Lingüística histórica e historia cultural: Notas sobre la polémica entre Rufino José Cuervo y Juan Valera" publicado en Essays in Hispanic Linguistics Dedicated to Paul M. Lloyd, Robert Blake, Diana Ranson y Roger Wright (eds.), Delaware: Juan de la Cuesta, 173-187). Valgan como ilustración las palabras con que el colombiano da por cerrada la polémica:

[Valera] pretende que las naciones hispanoamericanas sean colonias literarias de España, aunque para abastecerlas sea menester tomar productos de países extranjeros, y, figurándose tener aún el imprescriptible derecho a la represión violenta de las insurgentes, no puede sufrir que un americano ponga en duda el que las circunstancias actuales consientan tales ilusiones: esto le hace perder los estribos y la serenidad clásica. Hasta aquí llega el fraternal afecto. (Cuervo [1903] 1950:332)

14 Aunque Alonso expresa preocupación ante lo que denomina 'el deplorable estado idiomático' de Buenos Aires (119)—que atribuye a su relativo aislamiento histórico con respecto a los centros virreinales y al 'monstruoso crecimiento de la ciudad por aluvión' (41)—, el tono que domina su trabajo no es alarmista: recordándonos las ideas de la carta de Pidal y anticipando las del Discurso, insiste en la necesidad de confiar en el poder de la élite cultural rectora y en la voluntad del pueblo.
15 Idioma nacional de los argentinos, (Paris: Émile Bouillon, 1900).
16 Menéndez Pidal, La unidad, 10-11.
17 Ibid., 13-14.
18 Menéndez Pidal, 'La lengua española', 5. Las citas siguientes vuelven a provenir de La unidad.
19 La identificación de la expansión de la lengua común española con la civilización la expresa, recientemente, Manuel Alvar en los siguientes términos:

México sabía mejor que nadie el valor de tener una lengua que unifique y que libere de la miseria y del atraso a las comunidades indígenas.  . . . salvar al indio, redimir al indio, incorporación del indio, como entonces gritaban, no es otra cosa que desindianizar al indio. Incorporarlo a la idea de un estado moderno, para su utilización en unas empresas de solidaridad nacional y para que reciba los beneficios de esa misma sociedad.  . . .  El camino hacia la libertad transita por la hispanización. (Alvar 1991:17-18)

20 En mis artículos 'Historificación...' y 'La doble voz...' justifico este tipo de análisis en base a los modelos lingüístico-historiográficos propuestos por Konrad Koerner en Professing Linguistic Historiography, (Amsterdam/Philadelphia: John Benjamins,1995) y por Paul Laurendau en 'Theory of Emergence: Towards a historical-materialistic approach to the history of linguistics' en Ideologies of Language ed. John E. Joseph y Talbot J. Taylor (New York: Routledge, 1990), 206-220.
21 Véase, por ejemplo, el tratamiento que de la historia del término ideología hacen Raymond Williams en Marxism and Literature, (Oxford: Oxford University Press, 1977), 55-71; o David Hawkes en Ideology, (London & New York: Routledge, 1996).
22 Williams, op. cit., 68.
23 "Ideology and Ideological State Apparatuses." En Lenin and Philosophy and other essays, (London: NLB, 1971),123-173.
24 La concepción althusseriana de la ideología ha sido criticada por su insistente materialismo —e.g. Hawkes 1996:121-130—. Comparto esta crítica, pero me apoyo, a pesar de ello, en Althusser por su visión de la ideología como proceso de representación y por su reflexión sobre el papel de las instituciones del estado en ese proceso.
25 Esta concepción del nacionalismo la explica Michael Billig en detalle en Banal Nationalism, (London: Sage, 1995) —especialmente en los capítulos 1 y 5—.
26 Véase E. J. Hobsbawm, Nations and Nationalism Since 1780, 2 ed. (Cambridge: Cambridge University Press, 1992).
27 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the origins and spread of nationalism, 2a ed., (London & New York: Verso, 1991).
28 List citado en Hobsbawm, op. cit., 30-31.
29 Ibid., 109-111.
30 'Las disciplinas escriturarias de la patria: constituciones, gramáticas y manuales'. Estudios V (1995), 19-46.
31 'The capture of Tetuan evoked a nation-wide apotheosis of the army with the queen as the heiress of the Great Isabella. The war brought no territorial gains  . . . but vindicated Spain's mission against the infidel and slaked the thirst for national regeneration. . . . this was a proof that national patriotism could still subsume regional loyalties in the sixties'. Raymond Carr, Spain 1808-1975, 2a ed., (Oxford: Clarendon Press, 1982), 261.
32 Breve historia de España, (Madrid: Alianza Editorial, 1993).
33 Hobsbawm, op. cit., 93.
34 Andrés de Blas Guerrero, Nacionalismos y naciones en Europa, (Madrid: Alianza Editorial, 1994), 101.
35 Hobsbawm, op. cit., 54; de Blas Guerrero, op. cit., 105; Billig, op. cit., 30.
36 Dos contribuciones fundamentales a la interpretación de la obra de Menéndez Pidal en su contexto ideológico son las de José Portolés, Medio siglo de filología española (1896-1952): Positivismo e idealismo (Madrid: Cátedra, 1986), 66 y ss.; y Steven Hess, Ramón Menéndez Pidal (Boston: Twayne, 1982).
37 En relación con este tema, véase Hess, op. cit., y Portolés, op. cit.


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ISSN: 1139-8736