Resumen: |
En el principio está la muerte. No hablo del principio del cosmos, ni siquiera del principio del caos, sino del principio de la conciencia humana. Uno se vuelve humano cuando escucha y asume -nunca del todo, siempre a medias- la certeza de la muerte. Hablo por descontado de la muerte propia y de las muertes que nos son propias, la muerte de la individualidad, es decir de lo insustituible (la individualidad siempre es la propia, aunque incluya como fases o secciones el puñado de individualidades ajenas que por amor o necesidad son también nuestras): la muerte como lo Irreparable. Morir de veras es siempre morirme. Es la pérdida irrevocable de lo que soy, no ese accidente que ocurrió a otros en el pasado "que es estación propicia a la muerte", según acotó irónicamente Borges. Morirme es perderme. Como el amor es el gran mecanismo individualizador del alma, que dota a la persona amada de ese aura de unicidad irrepetible que Walter Benjamin atribuyó también a ciertas obras de arte, las muertes de los que amo son algo asi como ensayos o aperitivos de la mía, sus aledaños previos. El trasfondo ominoso es siempre, empero, la caída del yo, la fulminación inexplicable del individuo único que amo con amor propio. Inexplicable: imagino, vislumbro, fantaseo pero no sé lo que es morir por mucho que la muerte de lo amado me prevenga. No sé lo que es morir pero sé que voy a morirme. Y nada más. Es esa certeza oscura lo que despierta nuestra conciencia y nos deja pensativos. |