No recuerdo exactamente el año, pero debería ser 1990, y eso pide contexto: la informática universitaria estaba dominada por los grandes ordenadores centrales y la microinformática aún no había eclosionado. Todavía faltaban unos años para que la ciudadanía tuviera acceso a Internet y lo habitual era que sólo algunos estudiantes e investigadores accedieran al Centro de Cálculo de la Universidad para solicitar una cuenta de usuario del todopoderoso Mainframe VAX/VMS, que normalmente querían para acceder a una cuenta de correo electrónico (algo escaso por entonces) o para poder efectuar cálculos estadísticos o procesos matemáticos.

Eran tiempos mágicos en los que descubrías maravillado que podías escribir un mensaje y lo podías enviar literalmente a cualquier lugar del mundo. Y eso, en manos de alegres estudiantes no dejaba de provocar situaciones a veces divertidas, a veces interesantes y, en ocasiones, problemáticas. Unos se dedicaban a escribir a la embajada de Israel, o a la de Estados Unidos, cuando no a sus Gobiernos, y otros se dedicaban a flirtear y bromear. Había quien luchaba y quien jugaba, pero en ambos, en ocasiones, era necesario intervenir tanto si la queja venía de un Gobierno como si procedía de otro estudiante.

Y ahí empezaban los problemas, porque la Universidad no contaba con ningún reglamento ni normativa que arbitrara ese tipo de casos. No estaba previsto qué hacer en caso de que alguien suplantara la identidad de otro en una comunicación telemática, o que usara recursos informáticos de la Universidad para meterse con alguien. Algo había que hacer, pero ningún reglamento decía qué. Hubo que improvisar, y para ello, por suerte, teníamos al gran José Antonio Checa, uno de los responsables del Centro de Cálculo, con el que compartíamos ganas, ilusión y sentido del humor.

Eran muchas las ocasiones en que debíamos resolver el caso de un estudiante concreto que había sido identificado como autor de alguna de esas tropelías. Y en tales casos le convocábamos a una reunión en el Centro de Cálculo, donde le explicábamos que sabíamos lo que había hecho, la gravedad de su actuación, lo serio que era todo ello, y las consecuencias: “si te volvemos a pillar nos veremos obligados a abrirte un expediente académico!”, dicho así, con voz severa y trascendente, dando a entender que eso era claramente el final apocalíptico de todo. La hecatombe. Ante lo cual la persona sucumbía y rogaba que no, que por favor, que no lo hiciéramos, que no le abriéramos un expediente académico. Por favor. Eso no. Y como en las mejores películas de poli bueno y poli malo, José Antonio y yo nos mirábamos y, condescendientes, decíamos “bueno, pero que no te volvamos a pillar”.

Todos los estudiantes de la Universidad tienen un expediente académico. Sólo faltaría. El expediente académico se lo abrieron el día que se matriculó. No había ninguna amenaza, sólo el absurdo recursos de dos pobres informáticos empezando a lidiar con lo digital cuando aún no existían las reglas de juego. Y así seguimos.

Genís Roca